Conocí a Carmen hace dieciocho años cuando empecé a trabajar en una agencia de transportes. Yo tenía veinte años y ella dieciocho. Ella era extrovertida y yo muy tímido. Eso le hacía gracia y no desaprovechaba la ocasión de provocarme delante de Cristina (la otra chica que junto con Carmen y conmigo ocupaba el despacho) para reírse las dos.
El trabajo de ellas consistía en rellenar formularios de carga, etiquetas para las mercancías y facturas. El mío en llevarles y recoger documentación de los clientes. Aunque la hora de salida era a las 6, casi siempre tenían que quedarse al menos una hora más para acabar la faena. No era mi caso, pues solía regresar sobre las cinco y media y ya sólo debía ordenar algunos papeles para el día siguiente.
En ese rato que estaba yo sin nada que hacer, Carmen me pidió una tarde que le rellenase un par de formularios y sus etiquetas de carga. Lo hice. Desde aquel día, en cuanto yo regresaba por la tarde, ella venía a mi mesa y me entregaba cuatro o cinco expedientes para que rellenase los formularios y etiquetas e hiciese las facturas, por lo que tuve que empezar a quedarme hasta las siete o las ocho haciendo su trabajo mientras ella hablaba por teléfono con alguna amiga o leía revistas.
Después, además del trabajo que le hacía en el despacho, empezó a darme formularios y facturas, tanto suyos como de Cristina, para que los cumplimentase en casa con mi máquina de escribir (a veces terminaba después de la una), y así ellas, al día siguiente, iban haciendo alguno, por si venía el jefe, pero la mayor parte del rato la pasaban charlando, hablando por teléfono, pintándose las uñas o leyendo.
También les tenía que pagar todas las bebidas (café o coca-cola) que sacaban de las máquinas, puesto que, según Carmen, como era el chico del despacho, debía invitarlas. Y las que sacaban en mi ausencia tenía que abonárselas al volver.
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