EN CASA DE CARMEN




Los sábados seguía yendo a casa de Carmen para fregar, pero también allí cambiaron las cosas después de la fiesta en mi piso. Tenía que llegar a las ocho de la mañana y entrar sin hacer ruido (me había dado una llave) porque tanto ella como su madre aún estaban en cama. Sobre la mesa tenía la lista de la compra y el carro. Cogía ambas cosas y me iba al mercado y al súper a comprar todo lo que estaba en la lista. Volvía sobre las nueve o las nueve y media, según la cola que tuviera que hacer en los puestos del mercado. Ellas solían estar entonces desayunando. El primer día, al volver, y después de sacar del carro lo que había comprado y de colocarlo en armarios y nevera, puse todos los tiques de compra sobre la mesa. La madre de Carmen cogió el monedero, pero Carmen le dijo: —¿Qué vas a hacer? Los gastos los paga el hombre de la casa, que para eso están los hombres. Su madre se rio y guardó la cartera. Desde aquel día les pagué yo todas las compras de comida y los productos de limpieza. Y aunque la lista cada sábado era más larga, seguí pagando sin atreverme a decir nada, y ello por dos motivos. Porque sabía que de hacerlo sólo serviría para ganarme unas bofetadas de Carmen y porque ella me parecía una mujer maravillosa y creía que era un privilegio que me permitiese pagarle la comida, limpiarle la casa (sobre todo su habitación) y planchar mucha de su ropa. Después de desayunar se marchaban para regresar sobre la una. A esa hora yo debía tenerles caliente la comida que habían dejado preparada y servírsela. Cuando acababan recogía la mesa y fregaba la cocina. Al terminar, si tenían ropa seca, debía planchar. Sobre las cinco, la madre de Carmen solía salir a casa de una hermana, que vivía unas calles más abajo. Ese era el mejor momento, cuando me quedaba solo con Carmen. Ella empezaba a repasar mi trabajo. Cada vez que encontraba polvo, algún rincón mal fregado o una gota de agua en los cristales se sentaba, me mandaba arrodillarme entre sus piernas y me daba media docena de bofetadas, cada día con mayor satisfacción. Otras veces me mandaba arrodillarme y me pegaba las bofetadas sin ninguna excusa, mientras se reía, y esto también era cada vez más frecuente (incluso lo hacía delante de su madre), porque decía que le gustaba ver la cara de gilipollas que ponía mientras me abofeteaba. A última hora, cuando estábamos solos y después de las últimas bofetadas, siempre me hacía comerle el coño, que lo tenía empapado porque aquella situación la disfrutaba y excitaba cada día más. Ese era mi gran momento, aunque a mí no me permitiese tocarme. Mis otros grandes momentos eran cada vez que ella iba al váter. Como la ventana de este daba al lavadero, yo me iba silenciosamente hasta allí para oír, igual que los primeros días, el chorro de su meada estrellándose contra el váter. Entonces tenía la fantasía de que ella estaba meando sobre mí o en mi boca, o en un vaso que luego me obligaba a beber, lo que yo hacía corriéndome de gusto.