SAL Y LATIGAZOS

La conocí en una discoteca de las afueras de Madrid, un viernes de madrugada. Yo había bebido un par de copas y no sé por qué me dio por insultarla. Ella se reía, supongo que porque también había bebido. Me dijo un par de veces que me estaba pasando, pero sin dejar de reír. Yo iba a más. Le dije, entre otras cosas, que era una puta barata y que no me la iba a follar, o tal vez sí si me daba la gana. Ella me dijo que me había pasado cuatro pueblos de chulito y me sugirió salir a algún sitio a tomar otra copa.
Cuando desperté, con la cabeza pesada como un bombo, estaba en una habitación desconocida, tumbado en una cama, desnudo, boca arriba, con las manos y los pies atados a la cabecera y el fondo de la cama, que eran metálicos. Sentía una sensación fría. Muy, muy fría, que seguramente era lo que me había despertado. Entonces me di cuenta de que había una rubia, a la que nunca había visto, sentada en la cama. Era regordita, de unos treinta años, y en las manos tenía un par de bolsas de plástico llenas de cubitos de hielo. Una de ellas me la había puesto sobre el estómago y la otra en los huevos.
—Ha despertado —dijo en voz alta.
Entró la tía de la discoteca y empecé a recordarlo todo. Todo, menos cómo había llegado hasta allí.
Me lo explicó. Me había echado un somnífero en la última copa y me había traído para darme unas lecciones básicas de educación sobre cómo tratar a una mujer.
—Y de eso me voy a encargar yo —dijo la rubia—, que soy experta en niños rebeldes.
Aunque tenía la lengua pastosa quise hablar, pero la rubia me introdujo unos pantis en la boca y ya no pude preguntar nada.
—Como todavía estás adormilado tendremos que empezar despertándote y para eso nada mejor que escalfar un poco los huevos.
Sacó un cinturón fino y se lo dio a la morena mientras ella me rodeaba la cabeza con el brazo y con la mano me apretaba el panty dentro de la boca.
—Tomaremos precauciones porque esto va a doler un poquito —me advirtió con el tono que se usa para tranquilizar a un niño.
La morena lanzó un cintarazo sobre mis genitales y me alcanzó de lleno. Vi las estrellas. Dejó una pausa larga, casi un minuto, antes del segundo cintarazo, que también me dio de lleno en la polla. El dolor era intenso. Después del quinto me corrían las lágrimas.
—Ahora ya estás despierto —dijo la rubia— para comprender que esta noche te has portado mal y que así no se trata a una chica.
Asentí vehementemente ante el temor de que volviesen a pegarme en los huevos con el cinto.
—Ya ves que es un caballero —le dijo a la morena—. Y ahora, para que veas que no somos vengativas, como la boca se te ha quedado seca, te la humedeceremos.
Me sacó los pantis y me ordenó mantener la boca muy abierta al tiempo que me tapaba la nariz para asegurarse mi obediencia.
Se pusieron las dos a mi lado, sus cabezas unos centímetros por encima de la mía, y por turno iban dejando resbalar la saliva de sus bocas que caía lentamente en la mía, saliva que yo, tal como me ordenaban, iba tragando.
—Y ahora una cucharada de azúcar para reponer fuerzas —dijo la rubia, y vació el contenido de una cuchara en mi boca.
Cuando me di cuenta de que era sal, quise escupirla, pero no pude hacerlo porque había vuelto a meterme los pantis en la boca. Aquello era insoportable.
—Esto es para que a partir de ahora seas más salado cuando le hablas a una chica. Y ahora ya solo falta lo que se les da a todos los chicos malos: el castigo y el premio.
Me puso unos grilletes antes de soltarme las ataduras que me ligaban a la cama y me obligó a volverme boca abajo.
La rubia cogió un látigo de nueve colas y comenzó a azotarme el culo mientras la morena, sentada en la cama, metía la mano bajo mi vientre y unos ratos me retorcía la polla y otros me apretaba los cojones.
Aquello duró un cuarto de hora. El dolor de huevos hacía que no sintiese los latigazos pero era insoportable.
—No llores que ahora tendrás el premio —me consoló la rubia—. Harás lo que querías hacer, echar un polvito. —Se volvió y dijo—: Ramón, ya puedes venir.
Entró un hombre desnudo, con el rostro oculto tras una capucha y la picha tiesa. Se colocó detrás de mí y sin que pudiera hacer nada por resistirme me folló por el culo y luego se la tuve que chupar bajo la amenaza de la rubia de que si no lo hacía me cortaría los huevos.
—¡Buen chico! —me dijo la rubia—. Ya has tenido tu castigo y tu premio. Sólo te falta un regalo para que te sirva de recuerdo sobre cómo debes tratar a las tías. Pero, antes, bébete un refresco para mojar la garganta.
Me dio un vaso grande de zumo de limón que bebí de una sentada para quitarme el gusto de la sal. Antes de un minuto noté una gran somnolencia y supongo que me quedé dormido.
Desperté en una nave industrial abandonada. Estaba tirado en el suelo, vestido con mi ropa, y me dolía todo el cuerpo. Al ponerme en pie y dar dos pasos noté algo pastoso en mi entrepierna. Me bajé la cremallera del pantalón y luego los calzoncillos. Estaban muy sucios y apestaban. Las dos mujeres se habían meado y cagado en ellos y había dejado su mierda dentro antes de volver a ponérmelos.

EL COÑO DE CARMEN

Después de la fiesta de la inauguración del piso mi relación con Carmen fue diferente. Lo noté el lunes al llegar a la oficina. Ella y Cris me recibieron con risitas. Hasta entonces había habido una situación sobreentendida de dominio por parte de ella y de obediencia por la mía, pero a partir de ese lunes Carmen adoptó una postura abiertamente dominante respecto a mí en la que ya no era el compañero de trabajo del que se abusa aprovechándose de su timidez sino su esclavo.
Aun entre risitas, y en cuanto entré, me preguntó:
—¿Dónde están?
No entendí la pregunta y le dije que a qué se refería.
Me pegó una bofetada y repitió la pregunta:
—¿Dónde están?
Tímidamente insistí en que no sabía qué quería decir.
Me pegó otra bofetada, ahora más fuerte.
—¿Dónde están?
No dije nada porque estaba desconcertado intentando adivinar de qué me hablaba.
Me pegó otro bofetón.
Cris se partía de risa.
—¿Dónde están?
Le pedí por favor que me explicase a qué se refería.
—El café y los cruasanes que nos tenías que haber traído.
—No sabía que los tenía que traer —me disculpé sin entenderla aún del todo.
Me abofeteó de nuevo.
—Pues ya lo sabes. A partir de hoy, a primera hora de la mañana, nos traes dos cruasanes a cada una y café. ¿No se te va a olvidar, verdad que no? —dijo, y me pegó otra bofetada.
—No.
Me volvió a pegar
—Eso espero.
Desde aquel lunes tenía que comprarles cuatro cruasanes de chocolate antes de entrar a trabajar y al llegar sacar dos cafés de la máquina para que estuviesen en la mesa de ellas a primera hora.
Luego me iba a hacer mi trabajo de calle. A las cuatro y media, antes de regresar a la oficina, tenía que llamar a Carmen para preguntarle si quería que le llevase algo. Y siempre quería. Algunas veces pipas de girasol y la mayoría unos pasteles para la merienda.
Los gastos seguían corriendo todos de mi cuenta, así como las bebidas o cafés que decía tomar mientras yo estaba en la calle.
A las cinco, como ya he contado, Carmen dejaba de trabajar y era yo el encargado de rellenar su expedientes y facturas mientras ella leía o charlaba. Pero, para demostrar su dominio sobre mí, aquel lunes de nuestra nueva relación, me mandó ir a su mesa y delante de Cris me ordenó que me sacase la polla y que la tuviese siempre fuera, excepto si venía alguien de otro departamento. La tenía superdura, lo cual les hacía mucha gracia, y eso le dio otra idea. No sólo debía tener la polla siempre fuera sino que debía estar empalmado en homenaje a Carmen ya que en caso contrario, según me dijo, «me arrancaba los huevos». Cumplir esto no me resultaba difícil, pues solo con ver sus labios, con escuchar su voz, con pensar en sus órdenes, se me ponía dura y cuando ella andaba cerca no se me bajaba.
Una tarde en que Cris no había venido porque estaba enferma, me encontré a Carmen muy cabreada cuando llegué a las cinco. El jefe le había echado una bronca por un error en un formulario, del que se había quejado el cliente. El formulario era de los que había rellenado yo.
Me dijo que era un imbécil y un inútil y que no prestaba atención a lo que hacía. Entonces me mandó arrodillarme delante de ella, casi entre sus piernas, pues se encontraba sentada, y comenzó a darme bofetadas repitiéndome que era un imbécil y un inútil. Llevaba una falda corta y con el impulso para abofetearme se le había subido un poco, por lo que, en mi posición, podía ver el blanco de sus bragas, de las que no podía apartar los ojos.
Ella se dio cuenta, se tranquilizó y la situación la puso cachonda. Siguió abofeteándome, pero ya lentamente y con la respiración más pesada. Asimismo había escurrido el culo un poco hacia adelante en la silla, por lo que sus bragas y su coño estaba casi al borde y apenas a veinte centímetros de mis ojos.
Dejó una pausa y me miró visiblemente excitada. Yo también la miré y sin contenerme lancé mi boca sobre las bragas pretendiendo comerle el coño. Me dejó hacer durante unos segundos y luego fue ella quien se las apartó para que pudiera lamerle el chocho, aquel chocho con el que tantas veces había soñado y con el que tanto había fantaseado. Un chocho precioso, empapadito, sonrosado, tierno, sabroso, adorable.
Se lo comí hasta que se corrió. Entonces me miró, como asombrada de que estuviese allí, y me ordenó ir a mi mesa y ponerme a trabajar, lo que intenté, a pesar de la dificultad de concentrarme en los números con las ganas que tenía de hacerme una paja.
Unas tardes después, cuando Cris había vuelto, Carmen le dijo:
—Qué malas estamos siendo con él, siempre nos trae la merienda y nunca le damos nada. Hoy lo invitaremos a merendar.
Me mandó ir a su mesa, me colocó entre las dos, me cogió la polla, que como he dicho llevaba siempre fuera del pantalón, y empezó a meneármela. En la punta Cris puso las dos cucharas de plástico que habían usado para el café.
Me corrí en menos de diez segundos, casi solo con sentir la mano de Carmen: Llené las cucharas de leche y el resto se fue al suelo. Entonces me mandó abrir la boca y, tal como habían hecho en la fiesta, me vaciaron la leche de las dos cucharas y tuve que tragármela.
Muy contenta me dijo:
—Hoy hemos merendado los tres.