EL CULO DEL AMA

Igual que cada uno de vosotros, los sumisos, tenéis vuestros gustos, y lo que a unos os vuelve locos a otros no os dice nada, a nosotras, las dóminas, nos sucede lo mismo.
En mi caso, algo que nunca suelo hacer es usar a mis sumisos como monturas y mucho menos como sillas. Estar sentada sobre la espalda de un sumiso es terriblemente incómodo.
Si el sumiso ha de sostener mi peso, hay una variante que me gusta más y que consiste en esto:
Una vez que está en bolas lo obligo a que me coja en brazos como se coge a una novia para meterla por primera vez en casa y así sostenerme hasta que yo se lo ordene.
Al cabo de unos minutos los brazos se le cansan y empiezan a ceder. Como esto era previsible tengo preparado un remedio básico pero efectivo para que recupere las fuerzas, y es agarrarlo por las pelotas con la mano y cada vez que sus brazos ceden apretárselas para que me suba de nuevo.
Lo que me gusta practicar con mis sumisos son los azotes. Me encanta azotar el culo de mis sumisos hasta verlo de un rojo vivo.
Bueno, en primer lugar un sumiso mío ha de llevar depilados el pubis y los huevos. No quiero pelos ahí.
La depilación se la hago yo y siempre con otro hombre delante, porque he descubierto que la mayoría de los sumisos se sienten más humillados cuando hay otro hombre que observa cómo son maltratados, ridiculizados y castigados.
Los pelos de los cojones se los arranco directamente con la mano. Cojo cuatro o cinco y tiro fuerte hasta que se desprenden. Mis sumisos son como sois todos los sumisos, o sea, unos mierdas, y enseguida gritan con el dolor y se les escapa alguna lágrima. Cada lágrima serán luego veinte golpes de vara en el culo.
Cuando ya he hecho la depilación básica y el sumiso tiene los huevos rojos e hinchados por el dolor de mi método de depilación sin anestesia, le extiendo cera súper caliente en toda la zona para luego arrancársela y que salgan todos los pelillos que nos faltaban.
Para prevenir infecciones y como la zona depilada está súper sensible, lo froto con abundante alcohol en cuanto terminamos. El sumiso grita y se retuerce. Tomo noto porque por cada gritito de maricona recibirá otros veinte golpes de vara en el culo.
Cojo entonces la vara y miro los apuntes para ver los golpes que le he de dar en castigo (suelen ser entre cien y ciento ochenta).
Lo pongo a gatas en el suelo, le tiro de la polla y de los cojones hacia atrás para que queden al alcance de la vara y empiezo a darle fustazos. Nueve se los doy en los glúteos y el décimo siempre en los cojones. Este castigo me gusta hacerlo donde el sumiso pueda gritar porque me encantar oír los gritos desesperados que da cuando le pego en los huevos.
Tampoco me produce un placer especial que los sumisos me laman las botas, pero sí en cambio que las huelan por dentro. Con ese fin suelo ponerme las deportivas que utilizo por las mañanas para hacer footing. Están muy sudadas y tienen un olor fuerte y penetrante a sudor seco, así que, cuando acabamos con los golpes de vara, pongo delante del sumiso, en el suelo, mis deportivas y le meto la nariz y el morro dentro de ellas para que se empape de ese olor rancio y desagradable. Suelo tenerlo media horita disfrutando de mis olores.
Una habilidad que exijo de mis sumisos, y esta sí que la debéis tener todos los sumisos, es saber lamer bien el culo. Piensa que si eres un sumiso, tu lengua ha sido creada exclusivamente para que puedas lamerle el culo a las mujeres y darle gusto con ella.
El culo del ama es el sitio natural en el que debería estar siempre la lengua de un sumiso.
Y en este aspecto, cuando la lengua del sumiso es torpe, se impone castigar su polla con unos buenos golpes para que a continuación lo intente de nuevo procurando mejorar. Y mejora.
Para concluir la sesión con un sumiso lo obligo a tumbarse boca abajo y le levanto la pierna, sujetándola por el tobillo. Con la vara le doy treinta o cuarenta golpes en la planta de los pies. Este es un castigo importante porque el dolor en los pies al andar puede durarle horas e incluso días.
A continuación meto unos granos de arroz en sus zapatos, se viste y se marcha pensando en mí.
¿Por qué pensando en mí? Porque los granos de arroz son uno de esos castigos leves pero eficaces.
Haz la prueba tú mismo, como un sumiso de mierda que eres, y mañana mete en uno de tus zapatos tres o cuatro granos de arroz, un guisante o una simple piedrecilla. Llévalos ahí todo el día y verás como no puedes dejar de pensar en mí.
Experiméntalo y me lo cuentas.
DENISSE

ME GUSTAN LAS AMAS GORDAS


Me ha alegrado encontrar en este blog el testimonio de esas dos amas gordas, Celia y Mercedes, que emparedan a los sumisos entre las moles imponentes de sus cuerpos.

Por la descripción que hacen no respondo físicamente a su tipo, pues no soy bajo ni delgado, pero no me importaría conocerlas y disfrutar de una sesión a su lado, gozando de sus carnes orondas y jugosas.

Siempre me han atraído las gordas y, como sumiso que soy, si no no estaría leyendo este blog, me encantan las amas gordas, rebosantes, excesivas, que presumen del poderío de la carne.

Por desgracia el modelo de ama que más se encuentra en películas, en revistas y en la realidad es el nórdico, esos fideos con látigo y botas que a mí no me dicen nada porque las encuentro insulsas y vulgares, aunque seguramente la mayoría de los lectores de este blog las preferirán a las gordas por la fuerza de los clichés y el poder de la publicidad.

En cambio me vuelve loco imaginar un ama gorda que me somete, que me humilla, que me flagela, que me domina.
Un ama que me ordena ponerme de rodillas y se sitúa de pie a medio metro de mí. Que me da la espalda y empieza a subirse el vestido lentamente mostrándome sus nalgas rollizas, carnosas, enormes, contundentes, desmesuradas.
Su culo sublime como un sol tan rotundo que no deja ver nada del tanga. Un valle lleno de misterios.

Se desnuda para que mi lengua le rinda los honores que merecen esas nalgas que son como esferas y en las que hundo las manos para sobarlas, para amasarlas, para apartarlas hasta descubrir el agujero del culo. Un agujero en el que intento meter la lengua pero no lo consigo porque las nalgas se cierran y me atrapan la nariz y el morro.
Lamento no tener una lengua larga para hacerla penetrar varios centímetros en el culo de mi ama.
Pero no tengo una lengua larga, y mi ama, descontenta por mi torpeza, me suelta una hostia con su mano gruesa, pesada, rotunda, y me tira al suelo sangrando por la nariz.
Se sienta entonces sobre mi cara. Sus glúteos descomunales me aplastan, me machacan la cara, me taponan la boca y dejan mi nariz casi dentro de su coño.
Apenas puedo respirar pero qué más da si estoy sintiendo el chocho majestuoso de mi ama obesa y sus toneladas de peso, que me desarman, que me inmovilizan, sobre mi cara.
Os envío una foto (disculpadme porque la calidad deja bastante que desear) de mi ama ideal.
Me corro sólo con imaginarme tumbado en una cama viendo cómo mi ama hace el salto de tigre sobre mí, cómo cae encima de mí con sus ciento cincuenta kilos de peso y pone esas tetazas que veis en la foto encima de mi cara, y con ellas me abofetea, me golpea, me castiga, me asfixia, me anula, me sepulta en carne.
Me corro imaginando que le como el chocho mientras esos muslos firmes, compactos, carnosos, hercúleos, me comprimen la cabeza, me la aprietan, me la inmovilizan, me la aplastan.
Ya sé que ninguno de los que leéis esta página compartiréis mis gustos pero a mí es lo que pone y por eso lo cuento, porque me gustaría encontrar un ama así.
Gracias y un saludo a todos.
Esclavo adorador de gordas

AMA GORDA


Hola. Somos dos hermanas, Mercedes y Celia, las dos muy dominantes.
Celia pesa alrededor de cien kilos y yo unos ciento veinte o ciento veinticinco. No somos rellenitas, gruesas ni obesas. Somos gordas y nos gusta presumir de ello.
Por medio de los foros y chats de internet contactamos con vosotros, los sumisos, que sois los hombres, si se os puede llamar así, ja, ja, ja, más divertidos que hay en el mundo.
Cuando encontramos uno que nos interesa, primero lo sometemos, siempre por internet, a nuestros test «secreto» para comprobar si realmente es lo que dice ser, porque en internet hay mucho farsante.
Una vez comprobado, le pedimos una serie de fotos con la ropa que nosotras le vayamos diciendo, y así sabemos que no es uno de esos que te mandan una foto que no es suya.
Desde que estamos seguras de que es lo que buscamos, nos citamos con él.
Nuestra especialidad, como gordas que somos, son los sumisos bajitos, flacos y muy poca cosa. Para entendernos: los que no tienen ni media hostia, porque a su lado nuestra gordura destaca y se vuelve más imponente.
Tendríais que verme cuando, con mis ciento veinte kilos, cojo a uno de estos mierdecillas en un rincón de la pared y lo voy apretando con mi cuerpo hasta empotrarlo en el muro y desaparece completamente de la vista.
O cuando lo colocamos de pie en el medio de la habitación y nos ponemos Celia por delante y yo por detrás y lo emparedamos abrazándonos las dos y se vuelve invisible entre nuestras carnes, pues si entrase alguien no se daría cuenta, salvo por las piernas, de que esa cascarria de hombre está allí, entre nosotras.
Pero con lo que más disfrutamos es sentándonos en su cara. Celia pone sus enormes nalgas encima de la jeta del tío, con la nariz en el agujero del culo, y presiona. Y ahí viene lo divertido, porque el mierdecilla no puede respirar y empieza a ponerse colorado y quiere librarse, pero los cien kilos de Celia en la cara y los ciento veinte míos en la pierna se lo impiden, y nos petamos las dos de risa al ver sus esfuerzos.
De vez en cuando le toco a Celia para que se levante un poco y lo deje coger una bocanada de aire, y ya de paso le pego un par de bofetones al enclenque para que recobre bien el sentido antes de proseguir con el juego y de meter nuevamente su nariz en el agujero del culo de Celia.
La falta de aire hace que la polla del mierdecilla se ponga muy dura, y para compensarlo se la meneo, porque en el fondo todas las amas somos buenas con nuestros perritos cuando estos saben divertirnos y hacernos pasar una buena tarde como es el caso de estos mierdecillas flaquitos que Celia y yo adoramos.
¿No te gustaría estar ahora mismo debajo de mis nalgas?

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PD Esta es una de las páginas de sumisos más elegante y de buen gusto que hemos visto hasta hoy.
Felicidades.
C y M
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LOS CORNUDOS TIENEN CUERNOS


Había una idea que me rondaba la cabeza desde el momento en que me casé con el cornudo y que, aunque es una evidencia, casi nunca se da: ¿por qué los cornudos no tienen cuernos? Me refiero, obviamente, a cuernos físicos bien visibles.
Nunca lo había comentado con Inés, así que fui a buscarla para preguntarle su parecer.
Precisamente en aquel momento ella se encontraba con el cornudo. Lo había atado sobre una tabla, sostenida en sus extremos sobre sendas pilas de ladrillos de unos treinta centímetros, y los brazos se los había atado, muy tirantes hacia atrás, a una rejilla del suelo. Inés se sentó entonces sobre la cara de mi marido y le ordenó que le comiera el coño.
A los dos minutos de soportar el peso de Inés al pobre cornudo le dieron calambres en los brazos, de lo forzados que los tenía hacia atrás, y gemía con el dolor.
Inés, riéndose, le decía:
—Cómeme el chocho, cabrón. Cómemelo, que cuanto antes me des gusto antes te suelto.
Y a mí también me entró la risa al ver lo desesperadamente que movía la lengua el cornudo sobre el precioso coño de Inés para terminar cuanto antes y que le desatase los brazos. Parecía un perrito hambriento.
Cuando terminaron le expliqué a Inés mi idea sobre los cuernos. Me preguntó si había pensado en algo y le dije que viendo en televisión un reportaje sobre las fiestas de algún pueblo del norte, en las que se disfrazaban de vikingos, se me había ocurrido comprarle un casco de vikingo como los que aparecían en el reportaje, con dos bonitos cuernos, para que el cornudo lo llevase siempre por casa.
Inés lo meditó y me dijo que no le parecía buena idea porque eso era como llevar un anillo o un reloj, durante la primera hora sería consciente de que llevaba el casco, pero luego se acostumbraría y ya no tendría la consciencia de llevarlo.
Casualmente el fin de semana siguiente fuimos las dos a comer a un restaurante de la sierra. En la pared tenían disecadas las cabezas de un jabalí, un zorro y un corzo. Inés y yo nos miramos y ambas tuvimos la misma ocurrencia.
Aquello era lo que necesitábamos para el cornudo. Le pedimos al dueño del restaurante la dirección del taxidermista y a este le dijimos que necesitábamos unos cuernos vistosos y grandes, colocados sobre un pequeño casco, para poder usarlos de disfraz en una fiesta. Nos recomendó las astas de un ciervo rojo, que tienen casi medio metro de altura y se abren hacia los lados. Nos pareció estupendo y en cuanto las tuvo listas Inés le dijo a mi marido:
—Tenemos un regalito para ti —y le entregó la voluminosa caja.
Él la abrió y se quedó boquiabierto.
—Venga, póntelos —le dijo Inés.
El cornudo me miró como preguntándome si debía hacerlo.
—Póntelos —le ordené—. Desde hoy, en cuanto llegues a casa te los pones y no te los quites ni para dormir. Si eres un cornudo, tienes que tener cuernos.
Se los puso y se ató debajo de la barbilla la correa que servía para afianzar el casco y que los cuernos no se moviesen.
Ahora el cornudo de mi marido lleva permanentemente los cuernos y es consciente de ello, tanto por el peso como porque en cuanto olvida que los lleva puestos tropieza con el marco de las puertas o con los armarios.
Cuando no tiene nada que hacer le ordeno que se siente delante de un espejo y que se mire los cuernos hasta que le mande algo.
A mis amigas íntimas, cuando vienen a vernos, les hace mucha gracia y piropean a mi marido por lo bien que le sientan los cuernos y lo bonitos que son. Y como tiene barra libre con él, lo agarran entre las tres, lo desnudan y juegan con su polla mientras le acarician los cuernos.
Casi siempre le vacían los huevos porque en cuanto se la tocan un poco ya se corre, y ese es su único alivio, pues yo, evidentemente, no le permito follar conmigo. Si estoy caliente le dejo que me coma el chocho o le pongo un consolador que me he comprado, que ato en la parte posterior de su cabeza y le queda a altura de la boca, y me lo mete en el coño hasta que me corro.
A mis amantes también les resultan graciosos los cuernos de mi marido, y además de graciosos, prácticos, porque cuando el cornudo les tiene que chupar las pollas lo agarran por los cuernos y tirando de ellos le marcan la cadencia con que debe mamársela.
La última ocurrencia de Inés ha sido dibujarle un coño al cornudo con un rotulador entre los huevos y el ano. Después se pone su consolador y se lo folla. Cuando termina le mete un pepino, cada vez más gordo, en el culo. Se ha propuesto ensanchar el culo de mi marido hasta que ella y yo le podamos meter a la vez un brazo dentro de él.

LA HUMILLACIÓN DEL CORNUDO

Inés me invitó a pasar un fin de semana en la casa de sus padres, en el pueblo, aprovechando que estos se habían ido unos días de vacaciones a Cádiz. Y por supuesto nos llevamos con nosotras al cornudo de mi marido.
La casa era grande y en la parte de atrás tenía un patio hormigonado y a continuación una huerta rodeada de árboles frutales y de una tapia, por lo que el espacio gozaba de intimidad.
—Aquí podremos entrenar al cornudo —me dijo Inés, que se empleaba con mucho más vigor que yo en domar a mi maridito, pues, como he dicho, humillarlo y castigarlo sin contemplaciones la excitaban en grado extremo y se corría como una loca cada vez que le pegábamos una buena somanta de hostias.
—Aquí, como estamos en el campo —le explicó al cornudo— vas a tener que hacer el papel que le corresponde a un animal sin cerebro como tú, y serás nuestra mula. Así que ponte inmediatamente a cuatro patas como el animal de carga que eres porque los burros no andan erguidos.
El cornudo la obedeció y se puso a gatas en el suelo.
Inés continuó con las instrucciones:
—Como eres una mula, desde este momento y hasta dentro de tres días cuando nos vayamos de aquí, estarás siempre a cuatro patas y te está prohibido hablar. Sólo puedes relinchar. Escúchame bien, únicamente relinchar, porque como digas una palabra, aunque sólo sea una, te corto los huevos para que seas una mula completa. ¿Lo has entendido?
El cornudo dijo que sí e Inés, cogiendo una fusta, contestó:
—No, veo que no has entendido porque has dicho sí y te había advertido que sólo puedes relinchar y mover la cabeza de arriba a abajo para afirmar o de lado a lado para negar.
Inés vino hacia mí, me entregó la fusta, y me pidió:
—Dale unos fustazos y que relinche sin parar mientras le das.
Sonreí notando cómo el coño se me empezaba a humedecer.
Inés, igual que hacía siempre en estos casos, se sentó en una silla, muy cerca del cornudo, y en cuanto empecé a fustigarlo ella introdujo la mano dentro del tanga y comenzó a masturbarse ordenándole entre gemidos:
—Relincha, hijo de puta, relincha.
Le di fustazos al cornudo sin dejar de mirar a Inés. Yo estaba así sometida a un doble placer, el de proporcionarle satisfacción a Inés permitiéndole alcanzar el orgasmo, y el de darle unas hostias a mi maridito, lo cual me ponía siempre a tope, y más en aquella ocasión en que después de cada fustazo el cornudo daba un salto con el dolor y soltaba un relincho sonoro, tal como Inés le había mandado, y estaba de un ridículo total.
En cuanto ella se corrió dejé la fusta, me acerqué y la besé largamente en la boca al tiempo que le desabotonaba la blusa y el sujetador para luego comerle las tetas.
Ella me bajó la cremallera del pantalón y me hizo una paja divina masajeándome el clítoris con el pulgar y metiéndome tres dedos en el chocho.
Nos fuimos a comer pero Inés no se olvidó del cornudo. A cuatro patas como estaba le arrojó sobre el suelo hojas de lechuga y unos granos de maíz crudo, su comida. Al lado le puso un plato llano con una poco agua por si quería beber, todo ello, naturalmente sin utilizar para nada las manos.
Por la tarde Inés sacó la silla de montar de la mula y se la colocó al cornudo en la espalda. Se subió sobre él y estuvo paseando. Luego me invitó a mí a dar un paseo.
Nos montamos las dos sobre la silla del cornudo e iniciamos la marcha. Inés no estaba contenta con los resoplidos y la lentitud con que mi maridito hacía de mula, así que desmontamos, le sacó la silla, lo mandó desnudarse y, ya en pelotas, volvió a colocarle la silla y nos volvimos a montar. Pero ahora Inés, que se había puesto en la parte de atrás, sujetaba con la mano izquierda los cojones del cornudo y lo animaba a ir más deprisa diciéndole:
—Más rápido y relinchando, hijo de puta, más rápido y relinchando.
Y nos partíamos de risa porque el cornudo en cuanto le apretaba las pelotas movía sus cuatro patas a toda velocidad.
Cuando el pobre ya tenía la lengua fuera y no podía más, desmontamos e Inés le dio una hoja de lechuga y dos terrones de azúcar que él se comió.
Entró luego en la casa y al salir le dijo al cornudo:
—Como has sido una mula obediente, tendrás un premio. Mira.
Mi maridito levantó la vista y se encontró con que Inés se había atado a la entrepierna un gran consolador. Se quedó mirándolo asustado e Inés le pegó una bofetada y le dijo:
—Relincha sin parar, cabrón, para que se vea que tienes ganas de que te rompa el culo con este pollón.
El cornudo relinchó e Inés, colocándose por detrás, le metió el consolador entero en el culo y sujetándolo por la picha se lo folló.

LAS TRES FASES DE UN CORNUDO

A la vuelta de nuestra luna de miel en Canarias empecé la convivencia normal con mi maridito el cornudo. Inés me preguntó por los planes que tenía para él y le dije que serían graduales, o sea que primero haría de él un cornudo consentido, luego un cornudo presente y por último un cornudo participante.
En la primera etapa, cuando los viernes quedaba para pasar la noche con alguien, que al principio era siempre Efrén, se lo anunciaba al cornudo y le pedía que me ayudase a arreglarme con el fin de estar guapa para el amante que iba a ponerle los cuernos. Le decía:
—Cornudito, cariño, rasúrame el chocho porque a Efrén le gusta que lo lleve depilado para comérmelo mejor —y mi cornudo obedecía.
Luego me pintaba las uñas de los pies, le pedía cosejo sobre el tanga más sexi que debía ponerme y me ayudaba a maquillarme para que Efrén se calentase a tope y me follase incansablemente.
Cuando regresaba a casa, el sábado por la tarde, le recordaba a mi maridito que desde aquel día sus cuernos ya eran unos milímetros más grandes.
En cuanto mi cornudo tuvo asumido su papel empezamos la segunda fase. Cuando quería tirarme a un tío me lo traía a casa el viernes por la noche. Al encontrarse con mi marido se quedaba un poco cortado, pero yo le explicaba que mi maridito es un cornudo y que no nos molestaría porque dormía en otro cuarto. Entonces, delante de mi amante, le decía al cornudo que pusiese sábanas limpias en la cama de matrimonio, en la que íbamos a follar esa noche. Al acabar me lo llevaba al dormitorio de al lado, para que pudiera oírlo todo, y lo encerraba con llave. Antes le había dado un pañal para que se lo pusiese, ya que hasta el sábado al mediodía no le abría para que saliera.
Al salir nos preparaba el desayuno a mi amante y a mí y nos lo llevaba a la cama. Echábamos el último polvo y el cornudo entraba luego a limpiar la habitación, recoger los preservativos y cambiar las sábanas mientras mi amante se despedía.
Cuando le dije a mi maridito que iba a empezar la tercera fase, la de cornudo participativo, y que tendría que chupársela a mis amantes para humillarse y tener conciencia de lo mierda que era, protestó.
No tuvo suerte porque precisamente ese día yo traía un cabreo gigantesco por una cuestión laboral y además estaba Inés delante, a la que, como he dicho, la excitaba mucho ver cómo hostiaba a mi maridito. Lo mandé desnudarse inmediatamente, cogí un látigo de colas que me había comprado y comencé a darle. Inés se puso al lado de él, se subió la falda, se bajó la braga y empezó a acariciarse. Al cuarto latigazo ya me noté el coño empapado, tanto por los botes de dolor que daba mi cornudo como por la imagen de Inés frotándose el chocho. Seguí dándole. Ya cansada y con el sudor corriéndome, quise parar, pero Inés muy excitada me decía:
—No, no pares, por favor. Sigue hostiándolo y dale fuerte; dale mucho más fuerte.
Y se frotaba el chocho a toda velocidad.
Seguí dándole hasta que ella se corrió.
El pobre cornudo tenía el culo de un rojo negruzco como una guida.
Inés lo hizo tumbarse boca arriba y le dijo:
—Ya has recibido el castigo trasero, por protestón, pero te falta el delantero.
Le agarró con una mano el tubito de castidad que el cornudo seguía llevando, cogió una botellita de Tabasco y se lo fue echando por la abertura. Cuando le llegó a la uretra empezó a gritar con el escozor, pero le metimos la bayeta del váter en la boca para que no molestara e Inés y yo nos echamos un polvito mirando cómo el cornudo se retorcía.

A MI MARIDO LE CRECEN LOS CUERNOS


Después de la boda empezábamos la luna de miel. Mi cornudo estaba contento porque pensaba que esa sería su oportunidad para echarme unos polvos, pero su gesto cambió al ver que Inés sacaba su maleta.
—¿Se viene con nosotros a Canarias? —me preguntó.
—No, cariño —le dije riéndome—, el que se viene a Canarias con nosotras eres tú, porque somos Inés y yo las que nos vamos de luna de miel para comernos el chochito la una a la otra durante diez días. Pero te llevamos porque sé que a ti no te importa que folle con ella, ¿verdad que no?
Dijo que no con la cabeza.
—Lo sabía, cariño, eres encantador. A mi lado vas a tener los cuernos más grandes de Europa. Anda, tírate en el suelo boca abajo.
Se tumbó.
—Inés, ven. El cornudo quiere que sepas que está a tus pies.
Inés vino riéndose y se puso de pie encima de las espaldas del cornudo mientras este me lamía a mí un pie.
Nos morreamos un poco las dos con un leve masajito de coño, pero sin llegar a más porque era hora de salir para el aeropuerto.
En el avión ocupábamos tres asientos contiguos.
A poco de despegar Inés se dio una palmada en la frente y exclamó:
—¡Anda! El regalo de bodas.
—¿Qué regalo?
—El que te he comprado para que lo uses con el cornudo.
Del bolso sacó un paquetito con envoltorio de regalo y me lo entregó.
Deshice el lazo, rasgué el papel. Era una cajita. La abrí. Dentro había uno de esos tubos de castidad, hecho en metacrilato, para meter la picha de un tío y que no se le pueda enderezar y menos pajearse.
—Pónselo a ver cómo le queda —sugirió Inés.
—¿Aquí?
—Que pase al asiento del fondo y se viene alguien cúbrelo con la chaqueta.
Se sentó el cornudo en el asiento del extremo y se bajó pantalón y calzoncillo hasta debajo de la polla. Le ajusté la argolla del tubo de castidad detrás de los cojones, le metí la picha en el canuto, apreté los pivotes para que no pudiese sacársela, cerré el candado y me guardé la llave.
El cornudo se subió los pantalones e Inés y yo pasamos el resto del viaje riéndonos de él, sobándole la polla sobre el pantalón para hacerlo sufrir, besándonos y acariciándonos discretamente las tetas.
Llegamos muy calientes al hotel y en cuanto quedamos los tres solos en la habitación me llevé a Inés a la cama y nos besamos largamente.
Estaba subiéndole la falda para comerle el chocho cuando me dijo:
—Espera. Dale antes una paliza al cornudo que me pone mucho ver cómo lo hostias.
Sonreí y le metí la lengua hasta la garganta porque su idea me excitó a mí también más aún de lo que ya estaba.
Le ordené al cornudo que se desnudase y se pusiese a gatas en el suelo delante de la cama.
Obedeció.
—Pégale con esto —Inés me alargó un cinturón.
Como siempre los primeros golpes fueron flojos, pero al ver los botes del cornudo después de cada cintarazo, iba excitándome y aumentando la fuerza del golpe. Ya he dicho en otra ocasión que el simple hecho de abofetear a un tío ya me encharca el coño.
Esta vez, además, Inés, que se había tumbado en la cama, y se acariciaba el chocho también muy excitada, me animaba:
—Dale más fuerte que salte.
Soltaba los golpes sin piedad en el culo y la espalda del cornudo porque me estaban volviendo loca tanto sus botes en el suelo con el dolor de cada cintarazo como el ver a Inés que con la boca abierta movía ya la mano a toda velocidad sobre el chocho repitiéndome:
—Hóstialo más fuerte que me corro, hóstialo más fuerte que me corro.
Cuando se corrió con un grito que debieron de oír en medio hotel, tiré el cinto, le ordené al cornudo que se sentase en el sillón a los pies de la cama, y me puse en cuclillas sobre la cara de Inés para que me comiese el coño, del que caían gruesos goterones de flujo.
Luego me corrí yo también y, abrazadas y con la mano en la raja de Inés, nos quedamos dormidas con el cansancio del viaje y la satisfacción del deber cumplido.
Los cuernos de mi marido ya eran un poquito más grandes.

LOS CUERNOS DE MI MARIDO


El Cornudo había superado la prueba y yo por fin tenía lo que quería: un sumiso para mí solita, o sea, el marido ideal. Decidí casarme con él.
La noche de nuestra boda, cuando casi de madrugada llegamos al hotel, él iba muy feliz. Era lógico. Hasta aquel momento le había permitido algunos alivios sexuales, le había hecho alguna paja o lo había autorizado a hacérsela él mientras me comía la almeja o el culo, e incluso una tarde, que estaba de particular buen humor al ver lo obediente que era, le hice una mamada que le dejó los cojones completamente secos, pero nunca le había consentido que me follase. Él seguramente pensaba que aquella noche se lo iba a permitir, pero no eran esos mis planes.
Entramos en la habitación y nos morreamos un poco. Lo desnudé y le refregué la polla para ponérsele más tiesa aún de lo que la tenía. Le dije que fuese él primero al baño para lavarse los dientes y aliviar la vejiga. Cuando regresó entré yo.
Salí desnuda. Toni estaba tan excitado que tenía la picha casi vertical. Le sonreí provocativa. Se acercó a mí y me abrazó.
—No tan deprisa, cariño, que tengo un regalo para ti.
Del bolso saqué unas esposas. Me miró perplejo.
—Ven aquí.
Empotrado en la pared, casi a los pies de la cama, había un armario para la ropa. Abrí la puerta y pase la cadena de las esposas sobre la barra para colgar las perchas de manera que las argollas de los grilletes pendiesen una a cada lado. Entonces le mandé al cornudo que se metiese en el armario, lo que hizo sentándose en la balda inferior, ya que de otro modo no cabía, y le ordené que levantase los brazos. Le puse los grilletes y le dije:
—Bueno cariño, ahora voy a llamar al hombre que me va a follar en mi noche de bodas para hacerme sentir mujer, pero no te preocupes, dejaré la puerta del armario abierta para que puedas vernos.
Le telefoneé a Efrén, que ocupaba la habitación de al lado, y en dos minutos estaba allí.
—Fóllame bien —le dije— porque tengo al cornudo de mi marido atado ahí, en el armario y quiero que aprenda.
Efrén le miró al cornudo, esposado en la barra de las perchas, y se rió. Inmediatamente me tumbó en la cama y empezó a lamerme todo el cuerpo y a comerme el chocho. Yo le mamé el rabo y cuando se disponía a metérmela le dije:
—No, espera. Fóllame así de cara al armario, para que el cornudo de mi marido pueda ver cómo lo haces, y métemela por el culo.
Me puse de frente hacia el armario y Efrén, por detrás, me metió su pollón en el culo después de ponerse el preservativo.
Me follaba salvajemente y yo gritaba con la vista fija en el cornudo, que tenía la boca abierta y la picha más tiesa que una palanca.
Cuando Efrén estaba a punto de correrse le pedí que esperase. Me saqué la picha del culo, le quité el preservativo y se la mamé hasta que se corrió en mi boca.
Guardé todo el semen dentro de ella, me levanté, cogí la cara de mi marido entre las manos y lo besé en la boca pasándole todo el semen de Efrén, que el cornudo se tragó.
Efrén regresó a su habitación y yo solté al cornudo para que fuese a aliviarse al váter. Volvió sonriendo, porque el pobre debía de creer que entonces le tocaba a él, pero lo esposé por una muñeca a la pata de la cama y allí lo dejé toda la noche, sobre la alfombra, mientras yo dormía.
Por si no le había quedado claro que era un cornudo, lo primero que hicimos por la mañana fue ir a casa de mi amiga Inés. Mandé al cornudo que se sentase en una silla del dormitorio mientras Inés y yo, sobre la cama, nos morreábamos y ella se descojonaba de risa cuando le conté de Efrén. Nos quedamos en pelotas delante del cornudo e hicimos el amor en la cama, un rico 69 comiéndonos mutuamente el chocho.
Al acabar le dije al cornudo:
—Hoy es tu noche de bodas y aún no has consumado el matrimonio. Ya es hora de que lo hagas. Desnúdate y ponte a gatas en el suelo.
Me obedeció. Inés se ató a la cintura un pollón de caucho, se arrodilló detrás del cornudo y le dijo:
—Ven, que voy a hacer de ti una mujercita desvirgada.
Se lo folló por el culo, y aunque al principio se quejó de que le dolía, luego, el hijo de puta de él, sin importarle la noche de cuernos que llevaba, gimió de placer porque se sentía como lo que era, un mierda al servicio de dos tías.

MI SUMISO CORNUDO

Llevábamos dos años de novios y no tenía intención de casarme con él, pero todo cambió el día que Toni me confesó que sexualmente era sumiso, que le gustaban las mujeres de carácter fuerte, como yo, y por eso se había fijado en mí. Nuestra relación había sido la de dos novios normales, con salidas y alguna relación sexual. Yo me había dado cuenta de que él era relativamente dócil, pero sólo en algunos aspectos, entre los que no se encontraba el sexo. La noche de su confesión me aclaró que si se había hecho el machito en muchas ocasiones era precisamente para ocultar su deseo de sumisión, por si a mí me desagradaba, pues, según me dijo, no era la primera vez que tras sincerarse con una mujer al respecto, esta lo dejaba para irse con otro «más hombre».
Su revelación me dejó perpleja por lo inesperada y le pedí un día para pensarlo. ¿Por qué lo tenía que pensar? Pues porque, como he dicho más arriba, no tenía intención de casarme con Toni ya que, aunque era un chico majo y detallista, hacía unos meses que había conocido a Efrén, que físicamente estaba muchísimo mejor que Toni, me ponía más y ya habíamos follado un par de veces. De hecho había pensado darle puerta a Toni más pronto que tarde. Aquella confesión, sin embargo, cambiaba las cosas.
Tengo carácter dominante y siempre había sentido el deseo, nunca realizado, de dominar a un hombre, de tenerlo a mis pies pendiente de cualquier capricho mío para satisfacerlo.
Si Toni era realmente sumiso, no podía dejarlo escapar, o, al menos, no todavía. Pero, ¿sería sumiso de verdad o se trataría de uno de esos tíos que por ser sumisos entienden que te lamen las botas, te sirven de alfombra y todas esas chorradas? Tenía que comprobarlo. Él, por supuesto, me dijo que era sumiso total y que aceptaría mis órdenes fuesen las que fuesen. Habría que verlo.
Para verlo, el fin de semana siguiente les pedimos a unos amigos la llave de una casita que tenían en la costa y me llevé a Toni. Lo tenía decidido: si superaba las cuarenta y ocho horas de pruebas, él sería mi príncipe.
Sumiso es sometido, así que le pregunté de nuevo si estaba dispuesto a someterse a todas mis órdenes y me contestó que absolutamente. Le dije que a partir de ese momento me llamase, tanto en público como en privado, Señora y me tratase de usted. Y que él, cuando se refiriese a sí mismo, se llamase siempre el Cornudo, que sería como yo también le llamaría.
—El cornudo obedecerá todas sus órdenes, señora —me dijo.
Aquello empezaba bien.
Lo primero que hay que probar con un sumiso es si resiste el dolor que su ama quiera infligirle, sea como castigo o simplemente porque a ella le sale del coño. Él estuvo de acuerdo. El pobre Cornudo seguramente esperaba un par de azotes o algún bofetón y no la paliza en toda regla que le iba a propinar.
Le ordené desnudarse y de la maleta saqué un látigo de tiras. Miró asustado pero no dijo nada. Le mandé que se tumbase boca abajo sobre la cama y le di un latigazo en el culo. Era mi primer latigazo y lo di con cierto temor. También el segundo. Era como si temiera hacerle daño. Le di un poco más fuerte. Él soltaba un gritito al estrellarse las tiras del látigo en su culo. Aquellos gritos me excitaban y fui dándole cada vez más fuerte. Me ponía cachonda oírlo gritar y ver los botes que daba, cada vez más alto porque cada vez el latigazo era más fuerte y rápido. Me notaba toda mojada, tanto el cuerpo por el sudor como el coño por mi flujo, y aquella excitación me llevaba a golpear con más y más fuerza hasta casi rozar el orgasmo.
Le di sin descanso hasta que tuve que parar agotada. Él estaba llorando con el dolor y tenía el culo rojísimo con las marcas de los latigazos. Yo me sentía muy bien, aún mejor de lo que esperaba.
Le pregunté si quería seguir adelante. Seguir adelante significaba que podía disponer de él, de su cuerpo y su mente, o sea, de su vida, para lo que quisiera. El Cornudo dijo que sí balbuceando y me dispuse a comprobarlo.
Desnudo como estaba lo bajé al garaje. Le até las manos a la espalda y le ordené que se pusiese de pie debajo de una viga. Obedeció. Los ojos casi se le salen de las órbitas al ver que de una bolsa sacaba una soga con un lazo corredizo como las que se usan para ahorcar.
Cuando eche un extremo sobre la viga y le metí la cabeza dentro del lazo para apretarle en torno a su cuello empezó a temblar.
—¿Qué pasa, hijo de puta, vas a rajarte tan pronto?
Dijo que no con la cabeza porque la voz no le salía de lo acojonado que estaba.
Tiré del otro extremo de la cuerda y lo até a una pilastra. Ahora el Cornudo estaba rígido, pues la cuerda tiraba de él, mordiéndole el cuello, y sólo le llegaban al suelo los dedos de los pies. Le dije sonriendo:
—No te desmayes, Cornudito mío, porque si te fallan las piernas te ahorcarás tú solo.
Me reí porque estaba realmente acojonado, y cuando vio que de la bolsa sacaba un cuchillo largo y puntiagudo empezó a temblar con convulsiones fuertes.
Lo agarré por la polla, que se le había ablandado un poco, y tiré de él, que daba unos pasitos rápidos sobre los dedos de los pies para no perder el contacto con el suelo.
—Vamos a ver si los cornudos son de sangre azul o roja —le dije, y puse la punta del cuchillo en la mitad de su pecho.
Él miraba espantado para la hoja. La hice resbalar aumentando poco a poco la presión. Al principio el acero sólo hundía el músculo, luego fue marcando la piel con una raya blanca y después la piel cedió en un corte superficial por el que asomó la sangre. Él ya no miraba para no marearse. Le iba a exigir hacerlo pero entonces, con el acojone, se le escaparon unos pedos y eso me dio una idea mejor.
Otra de mis fantasías era hacerle una lavativa a un tío. Provocar que se cagase delante de mí me parecía la mayor humillación. ¿Y qué mejor ocasión que aquella? Haría que el Cornudo se cagase, pero de una forma especial para conservarlo en «toda su salsa».
Liberé su cuello de la soga y lo dejé allí atado mientras me iba a buscar los utensilios.
Al volver envolví su cuerpo con un gran plástico desde las axilas hasta los pies. Lo puse a gatas, le até las muñecas a la pilastra y le lie las piernas por los tobillos. En esa postura no se podría mover. Le metí la goma por el culo y empecé a bombearle agua hasta que no pudo resistir. Entonces le saqué la goma y el Cornudo, sin poderse contener, empezó a evacuar dentro del plástico. Y así, rebozado en su salsa, lo dejé. Eran las dos de la tarde. Me fui al pueblo a comer y luego a pasear por la playa. Volví a las diez de la noche.
Mi Cornudo estaba empezando a aprender lo que significa ser sumiso. Y aquello era sólo el comienzo.
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(Dibujos de Joe Doakes)

SAL Y LATIGAZOS

La conocí en una discoteca de las afueras de Madrid, un viernes de madrugada. Yo había bebido un par de copas y no sé por qué me dio por insultarla. Ella se reía, supongo que porque también había bebido. Me dijo un par de veces que me estaba pasando, pero sin dejar de reír. Yo iba a más. Le dije, entre otras cosas, que era una puta barata y que no me la iba a follar, o tal vez sí si me daba la gana. Ella me dijo que me había pasado cuatro pueblos de chulito y me sugirió salir a algún sitio a tomar otra copa.
Cuando desperté, con la cabeza pesada como un bombo, estaba en una habitación desconocida, tumbado en una cama, desnudo, boca arriba, con las manos y los pies atados a la cabecera y el fondo de la cama, que eran metálicos. Sentía una sensación fría. Muy, muy fría, que seguramente era lo que me había despertado. Entonces me di cuenta de que había una rubia, a la que nunca había visto, sentada en la cama. Era regordita, de unos treinta años, y en las manos tenía un par de bolsas de plástico llenas de cubitos de hielo. Una de ellas me la había puesto sobre el estómago y la otra en los huevos.
—Ha despertado —dijo en voz alta.
Entró la tía de la discoteca y empecé a recordarlo todo. Todo, menos cómo había llegado hasta allí.
Me lo explicó. Me había echado un somnífero en la última copa y me había traído para darme unas lecciones básicas de educación sobre cómo tratar a una mujer.
—Y de eso me voy a encargar yo —dijo la rubia—, que soy experta en niños rebeldes.
Aunque tenía la lengua pastosa quise hablar, pero la rubia me introdujo unos pantis en la boca y ya no pude preguntar nada.
—Como todavía estás adormilado tendremos que empezar despertándote y para eso nada mejor que escalfar un poco los huevos.
Sacó un cinturón fino y se lo dio a la morena mientras ella me rodeaba la cabeza con el brazo y con la mano me apretaba el panty dentro de la boca.
—Tomaremos precauciones porque esto va a doler un poquito —me advirtió con el tono que se usa para tranquilizar a un niño.
La morena lanzó un cintarazo sobre mis genitales y me alcanzó de lleno. Vi las estrellas. Dejó una pausa larga, casi un minuto, antes del segundo cintarazo, que también me dio de lleno en la polla. El dolor era intenso. Después del quinto me corrían las lágrimas.
—Ahora ya estás despierto —dijo la rubia— para comprender que esta noche te has portado mal y que así no se trata a una chica.
Asentí vehementemente ante el temor de que volviesen a pegarme en los huevos con el cinto.
—Ya ves que es un caballero —le dijo a la morena—. Y ahora, para que veas que no somos vengativas, como la boca se te ha quedado seca, te la humedeceremos.
Me sacó los pantis y me ordenó mantener la boca muy abierta al tiempo que me tapaba la nariz para asegurarse mi obediencia.
Se pusieron las dos a mi lado, sus cabezas unos centímetros por encima de la mía, y por turno iban dejando resbalar la saliva de sus bocas que caía lentamente en la mía, saliva que yo, tal como me ordenaban, iba tragando.
—Y ahora una cucharada de azúcar para reponer fuerzas —dijo la rubia, y vació el contenido de una cuchara en mi boca.
Cuando me di cuenta de que era sal, quise escupirla, pero no pude hacerlo porque había vuelto a meterme los pantis en la boca. Aquello era insoportable.
—Esto es para que a partir de ahora seas más salado cuando le hablas a una chica. Y ahora ya solo falta lo que se les da a todos los chicos malos: el castigo y el premio.
Me puso unos grilletes antes de soltarme las ataduras que me ligaban a la cama y me obligó a volverme boca abajo.
La rubia cogió un látigo de nueve colas y comenzó a azotarme el culo mientras la morena, sentada en la cama, metía la mano bajo mi vientre y unos ratos me retorcía la polla y otros me apretaba los cojones.
Aquello duró un cuarto de hora. El dolor de huevos hacía que no sintiese los latigazos pero era insoportable.
—No llores que ahora tendrás el premio —me consoló la rubia—. Harás lo que querías hacer, echar un polvito. —Se volvió y dijo—: Ramón, ya puedes venir.
Entró un hombre desnudo, con el rostro oculto tras una capucha y la picha tiesa. Se colocó detrás de mí y sin que pudiera hacer nada por resistirme me folló por el culo y luego se la tuve que chupar bajo la amenaza de la rubia de que si no lo hacía me cortaría los huevos.
—¡Buen chico! —me dijo la rubia—. Ya has tenido tu castigo y tu premio. Sólo te falta un regalo para que te sirva de recuerdo sobre cómo debes tratar a las tías. Pero, antes, bébete un refresco para mojar la garganta.
Me dio un vaso grande de zumo de limón que bebí de una sentada para quitarme el gusto de la sal. Antes de un minuto noté una gran somnolencia y supongo que me quedé dormido.
Desperté en una nave industrial abandonada. Estaba tirado en el suelo, vestido con mi ropa, y me dolía todo el cuerpo. Al ponerme en pie y dar dos pasos noté algo pastoso en mi entrepierna. Me bajé la cremallera del pantalón y luego los calzoncillos. Estaban muy sucios y apestaban. Las dos mujeres se habían meado y cagado en ellos y había dejado su mierda dentro antes de volver a ponérmelos.

EL COÑO DE CARMEN

Después de la fiesta de la inauguración del piso mi relación con Carmen fue diferente. Lo noté el lunes al llegar a la oficina. Ella y Cris me recibieron con risitas. Hasta entonces había habido una situación sobreentendida de dominio por parte de ella y de obediencia por la mía, pero a partir de ese lunes Carmen adoptó una postura abiertamente dominante respecto a mí en la que ya no era el compañero de trabajo del que se abusa aprovechándose de su timidez sino su esclavo.
Aun entre risitas, y en cuanto entré, me preguntó:
—¿Dónde están?
No entendí la pregunta y le dije que a qué se refería.
Me pegó una bofetada y repitió la pregunta:
—¿Dónde están?
Tímidamente insistí en que no sabía qué quería decir.
Me pegó otra bofetada, ahora más fuerte.
—¿Dónde están?
No dije nada porque estaba desconcertado intentando adivinar de qué me hablaba.
Me pegó otro bofetón.
Cris se partía de risa.
—¿Dónde están?
Le pedí por favor que me explicase a qué se refería.
—El café y los cruasanes que nos tenías que haber traído.
—No sabía que los tenía que traer —me disculpé sin entenderla aún del todo.
Me abofeteó de nuevo.
—Pues ya lo sabes. A partir de hoy, a primera hora de la mañana, nos traes dos cruasanes a cada una y café. ¿No se te va a olvidar, verdad que no? —dijo, y me pegó otra bofetada.
—No.
Me volvió a pegar
—Eso espero.
Desde aquel lunes tenía que comprarles cuatro cruasanes de chocolate antes de entrar a trabajar y al llegar sacar dos cafés de la máquina para que estuviesen en la mesa de ellas a primera hora.
Luego me iba a hacer mi trabajo de calle. A las cuatro y media, antes de regresar a la oficina, tenía que llamar a Carmen para preguntarle si quería que le llevase algo. Y siempre quería. Algunas veces pipas de girasol y la mayoría unos pasteles para la merienda.
Los gastos seguían corriendo todos de mi cuenta, así como las bebidas o cafés que decía tomar mientras yo estaba en la calle.
A las cinco, como ya he contado, Carmen dejaba de trabajar y era yo el encargado de rellenar su expedientes y facturas mientras ella leía o charlaba. Pero, para demostrar su dominio sobre mí, aquel lunes de nuestra nueva relación, me mandó ir a su mesa y delante de Cris me ordenó que me sacase la polla y que la tuviese siempre fuera, excepto si venía alguien de otro departamento. La tenía superdura, lo cual les hacía mucha gracia, y eso le dio otra idea. No sólo debía tener la polla siempre fuera sino que debía estar empalmado en homenaje a Carmen ya que en caso contrario, según me dijo, «me arrancaba los huevos». Cumplir esto no me resultaba difícil, pues solo con ver sus labios, con escuchar su voz, con pensar en sus órdenes, se me ponía dura y cuando ella andaba cerca no se me bajaba.
Una tarde en que Cris no había venido porque estaba enferma, me encontré a Carmen muy cabreada cuando llegué a las cinco. El jefe le había echado una bronca por un error en un formulario, del que se había quejado el cliente. El formulario era de los que había rellenado yo.
Me dijo que era un imbécil y un inútil y que no prestaba atención a lo que hacía. Entonces me mandó arrodillarme delante de ella, casi entre sus piernas, pues se encontraba sentada, y comenzó a darme bofetadas repitiéndome que era un imbécil y un inútil. Llevaba una falda corta y con el impulso para abofetearme se le había subido un poco, por lo que, en mi posición, podía ver el blanco de sus bragas, de las que no podía apartar los ojos.
Ella se dio cuenta, se tranquilizó y la situación la puso cachonda. Siguió abofeteándome, pero ya lentamente y con la respiración más pesada. Asimismo había escurrido el culo un poco hacia adelante en la silla, por lo que sus bragas y su coño estaba casi al borde y apenas a veinte centímetros de mis ojos.
Dejó una pausa y me miró visiblemente excitada. Yo también la miré y sin contenerme lancé mi boca sobre las bragas pretendiendo comerle el coño. Me dejó hacer durante unos segundos y luego fue ella quien se las apartó para que pudiera lamerle el chocho, aquel chocho con el que tantas veces había soñado y con el que tanto había fantaseado. Un chocho precioso, empapadito, sonrosado, tierno, sabroso, adorable.
Se lo comí hasta que se corrió. Entonces me miró, como asombrada de que estuviese allí, y me ordenó ir a mi mesa y ponerme a trabajar, lo que intenté, a pesar de la dificultad de concentrarme en los números con las ganas que tenía de hacerme una paja.
Unas tardes después, cuando Cris había vuelto, Carmen le dijo:
—Qué malas estamos siendo con él, siempre nos trae la merienda y nunca le damos nada. Hoy lo invitaremos a merendar.
Me mandó ir a su mesa, me colocó entre las dos, me cogió la polla, que como he dicho llevaba siempre fuera del pantalón, y empezó a meneármela. En la punta Cris puso las dos cucharas de plástico que habían usado para el café.
Me corrí en menos de diez segundos, casi solo con sentir la mano de Carmen: Llené las cucharas de leche y el resto se fue al suelo. Entonces me mandó abrir la boca y, tal como habían hecho en la fiesta, me vaciaron la leche de las dos cucharas y tuve que tragármela.
Muy contenta me dijo:
—Hoy hemos merendado los tres.

CARTAS


AMAS Y SUMISOS
Como respuesta a la entrada que habéis publicado con el título de AMA CABREADA quiero decir que soy sumiso y es posible que esa ama tenga razón y que haya muchos sumisos que sólo quieran que el ama los castigue o humille como a ellos les gusta pero que se resistan a obedecer al ama en lo que no les gusta.
Es posible que los sumisos tengamos muchos defectos o que, como dice el ama, seamos un poco farsantes, pero, ¿y las amas?
Yo llevo varios años buscando ama a través de contactos de revistas y de Internet y también tengo que decir que las amas me han decepcionado. Es muy difícil encontrar un ama, y las que encuentras o son unas gilipollas que quieren vacilar y no tienen ni idea o sólo quieren dinero (esclavos monetarios, como dicen ellas).

La última con la que contacté ya era la hostia, me ordenaba que cada mes le ingresase dinero en su cuenta y a cambio ella me daría el peor de los castigos, no poder verla ni hablarle. Nuestra relación se reduciría a eso, a que yo le ingresase en la cuenta, 150 € la primera semana de cada mes, excepto en junio y diciembre, que tenían que ser 300, y alguna cantidad extra si decidía castigarme, y a cambio ella, si le apetecía, me llamaría algún día por teléfono para ordenarme algo, ya que un perro como yo no tenía derecho a verla ni hablarle.
Yo le preguntaría a esa ama cabreada, vale, algunos sumisos quizá sean farsantes, pero, ¿y a esas amas cómo las definiría?

PRÉSTAMO DE SUMISOS
Me llamo Ángela, tengo 22 años, y escribo por el testimonio GOZAR CON UN SUMISO.
Me ha encantado la idea de tener un sumiso prestado para usarlo una tarde a mi antojo, sola o con mis amigas, y luego devolvérselo a su ama.
He puesto un anuncio y el resultado ha sido cero. No es que no haya tenido respuestas, pero eran o de sumisos que se ofrecían directamente o de un par de amas que me los querían alquilar.
Por supuesto dije que no. Ni quiero pagar ni quiero contactar directamente con sumisos, pues, como explicaba claramente en el anuncio, quiero que tengan un ama con la que tratar personalmente para al terminar de divertirme con ellos devolvérselo y no tener ningún compromiso.
Si la chica que os ha enviado el testimonio GOZAR CON UN SUMISO puede ayudarme os agradecería que le deis mi correo.
A mí me gusta azotar. Me pone atar a un tío y darle con un cinturón hasta que tenga roja la espalda y grite. Por supuesto también lo usaría sexualmente, aunque aún no he pensado cómo, pero lo que más me pone es lo de los azotes.
Saludos y un latigazo en los huevos a todos los sumisos.

Y LA FIESTA CONTINUÓ

La fiesta de inauguración no había terminado para ellas.
Al sentir el olor del coño de Carmen, que detrás de las bragas me presionaba la boca y la nariz, un coño con el que tantas veces había soñado, tenía la polla a tope y hubiera podido correrme de no ser por Rosa, que estaba sentada sobre mi estómago y de tanto en tanto se elevaba y dejaba caer con fuerza su culo sobre mí cortándome la respiración.
Precisamente fue Rosa la que se dio cuenta de lo dura que tenía la picha e inmediatamente les propuso a las otras desnudarme.
Para un tímido como yo, rodeado de tres mujeres a las que el alcohol desinhibía completamente y que me trataban como tres niños pueden tratar a un animal con el que deciden divertirse, la idea de desnudarme delante de ellas me resultaba muy preocupante.
El primer efecto fue que la polla se me deshinchó de golpe en cuanto me obligaron a ponerme en pie.
Carmen y Cristina me desabrocharon la camisa mientras Rosa me soltaba el cinto y el botón de los pantalones y me dejaba en calzoncillos. Esto lo hizo a propósito ya que entonces les dijo a las otras que entre las tres «iban a descorrer la bandera» para proceder a la solemne inauguración del sumiso.
Cada una de ellas cogió mi calzoncillo por un punto de la cintura, contaron hasta tres y me lo bajaron.
Sus risas, al ver mi polla encogida, debían oírse dos pisos más arriba y dos más abajo. Literalmente se descojonaban.
Rosa dijo que quería medirme la polla, a ver si pasaba de cinco centímetros, y las otras aplaudieron la idea.
Me preguntó si tenía un metro en casa. Le dije que sí y me acompañaron a buscarlo.
Andando torpemente, con el calzoncillo alrededor de los tobillos, fuimos los cuatro hasta la cocina, en uno de cuyos cajones tenía el metro.
La encargada de medirme la polla fue Carmen, mientras Cristina la sostenía horizontal poniendo el dedo índice debajo del glande. La tenía toda encogida, de la vergüenza que estaba pasando, así que no es extraño que en esa situación midiese siete centímetros escasos. Para ellas eso fue motivo de risas sin fin.
Entonces Carmen, que se iba lanzando poco a poco, animó a las otras a ponérmela dura. Para ello se pusieron las tres en torno a mis caderas (yo seguía de pie). Rosa me sobaba las nalgas, Cristina jugaba con mi nabo y Carmen me acariciaba los cojones.
Fue el tacto de la mano de Carmen, acariciándome los huevos, lo que me la puso tiesa. A medida que iba engordando ellas hacían comentarios como si estuviesen asistiendo a algo inaudito y sobre todo se partían de risa al mirar mi cara y mis sudores.
Rosa, que era la más lanzada, dijo que estaba muy caliente. Se bajó las bragas, se espatarró en un sillón y me dijo que me arrodillase para comerle el coño. Carmen y Cristina nos observaban en silencio, con la boca abierta y seca por la excitación.
Cuando Rosa se corrió yo tenía la picha más dura que una piedra.
Rosa cogió entonces una pequeña bolsa, y me mandó meneármela y correrme dentro.
Puse la bolsa en la punta del nabo y, a pesar de la vergüenza, me corrí casi al momento al ver a Carmen arrodillada delante de mí, con la vista fija en mi rabo como esperando un portento.
Con el semen dentro de la bolsa, Rosa les recordó a Carmen y Cris que era muy tarde, casi las cuatro de la madrugada, y que había que marcharse. Pero antes tenían que hacer el último brindis por la inauguración del piso.
Se sirvieron tres copas del vino que había sobrado, brindaron y lo bebieron. A continuación Rosa me dijo:
—Faltas tú.Vació mi semen en una copa, me mandó tumbarme en el suelo con la boca abierta, y sujetando la copa entre las tres la inclinaron, a unos diez centímetros sobre mis labios, para que el semen fuese cayendo lentamente. Una vez que comprobaron que me lo había tragado todo se despidieron y marcharon las tres juntas riéndose.