FEMINIZADO Y SODOMIZADO: ¡POR FIN LA FELICIDAD!

Volví la cabeza y constaté que Lisette ya no se hallaba en el cuarto. Solo estaba mi tía, pero ahora iba completamente desnuda. Se sentó en el sofá, me lanzó una mirada maliciosa y dejó a un lado un objeto de color negro. Era la minuciosa reproducción de un pene en erección. Las venas gruesas que lo recorrían de arriba a abajo, el pliegue del prepucio, el glande amplio e hinchado como una especie de nudo inmenso y los cojones, grandes como huevos, que colgaban como los testículos de un caballo.
No podía apartar la mirada de aquel instrumento tan inquietante. Y lo que lo convertía en más inquietante era el material del que estaba hecho, goma oscura, lo que le confería el aspecto espantoso de un sexo de negro.
—Pero... ¿Esto qué es? —balbuceé temeroso.
—Es John-John, querida. ¿Verdad que tenías deseos de conocerlo? Pues ya estás satisfecha. —Sonrió viciosamente— ¿Sabes lo que pienso hacer con John-John?... ¿No lo adivinas?... ¡Te lo meteré por el culo, bonita!
Le lancé una mirada aterrorizada y se echó a reír.
—¡Claro que sí! Te daré por el culo, reina mía. Pienso meterte a John-John hasta el fondo del culito. ¡Qué te pensabas! ¿Que era suficiente con ponerte un vestido bonito, unas bragas, unos zapatos y dejarte crecer el pelo para ser una mujercita? Pues estabas muy equivocada, boba. Pero no te preocupes, pronto serás una chica de verdad. Ya lo verás. Cuando te haya desflorado el culo, te comportarás como una señorita.
Entonces, ante mi mirada despavorida, se ajustó el terrible objeto sobre el pubis, mediante unas cintas de nilón, transformándose en un joven bien parecido y dotado de una verga de gran calibre.
Tomó un tubo de vaselina y empezó a extenderla a lo largo de aquella polla negra y reluciente.
Me dirigió una sonrisa que dejaba entrever el grado de excitación en que se hallaba.
Aterrado por la idea de que pretendiese empalarme con aquella inmensa estaca me puse a lloriquear, pero lo único que conseguí fue que se echase a reír.
—Venga, venga. No temas. Todas las jovencitas guapas se dejan encular. Mejor que sea tu tía quien te lo haga la primera vez. Lo haré muy despacio.
Me untó el ano con vaselina y con gran suavidad me metió el dedo en el recto.
Al sentirme penetrado di un salto, pero lo cierto es que aquel dedo que iba y venía en mi interior no me producía ningún dolor.
Mientras suspiraba volví la cabeza y pude ver que mi tía se encontraba inclinada sobre mis nalgas, con un rictus obsceno en los labios.
Cuando pensó que ya estaba a punto, intentó separar al máximo los laterales del agujero del culo y noté el contacto de algo grueso y redondeado que chocaba contra el ano abierto.
Al principio la presión era suave, pero poco a poco se fue haciendo insistente y noté que el ano se abría para dejar paso al inmenso falo. Entonces empujó violentamente y aquella polla descomunal forzó el anillo muscular del culo y se asomó al interior del recto.
Gemí en un tono elevado. A medida que el glande impregnado de vaselina me entraba, el dolor se hacía más y más vivo. Involuntariamente apreté el culo para detener el avance. Ella, que tenía mucha práctica, aflojó la presión y estuvo unos segundos inmóvil, jadeando. En el momento en que observó que los músculos se habían relajado, hizo un movimiento desabrido y violento y me hundió de golpe el enorme falo en la estrecha vaina de mi indefenso culo.
El daño que me causaba el esfínter, me cortaba la respiración y me arrancaba lágrimas como puños, pero mi tía, fuera de sí por la lujuria, en modo alguno se dejaba enternecer, al contrario, aferrada a mis muslos, luchaba intentando introducirme por entero aquella enorme polla. Finalmente consiguió su propósito y pese a la estrechez, mi culo engulló la desproporcionada herramienta hasta la base, de forma que los pelos de mi tía rozaban mi culo abierto de par en par.
Mi tía resollaba como si le faltase el aire tras los esfuerzos que había tenido que hacer para conseguir empalarme. Al cabo de un rato, me agarró por las caderas y empezó a moverse rítmicamente hacia delante y hacia atrás.
Al principio me limaba despacio, como si tuviese dificultades para desplazar la gruesa estaca por el estrecho canal y yo me limitaba a quejarme sin hacer escándalo, pero las sacudidas se fueron haciendo más rápidas y violentas, hasta que, con la ayuda de la vaselina, consiguió baquetearme muy deprisa.
Cada vez que me hundía la picha en el ano, la dilatación y la fricción me provocaban una oleada de dolor que se irradiaba por todo el culo y me arrancaba gemidos y súplicas. Ella seguía sin aflojar el ritmo. Emitió una risa ronca y clavándome las uñas en las nalgas aceleró el ritmo.
El culo me quemaba y el dolor se hizo tan insoportable que babeaba como un niño pequeño. ¡John-John era demasiado grande para un culo como el mío!
El estado de postración en que me hallaba todavía la excitaba más y empezó a pronunciar palabras obscenas.
—¿Qué?... Ahora sí que te has convertido en una chica de verdad. ¿Te gusta tener a John-John dentro del culo?
Zarandeado por el vaivén de la polla inmensa, únicamente me quedaba el recurso de gimotear.
—Tía, me duele mucho. Te lo ruego, para ya... Es demasiado grande.
Por toda respuesta me hundió más profundamente el monstruo.
—¡Toma por el culo, amor mío... toma por el culo! Aún saborearás otras mayores... te lo prometo... Abre bien el culo... Toma por el culo... Te estoy desflorando el culo, nena... A que la sientes, ¡esta pollaza de negro!... Toma por el culo... Te enseñaré a tomarle gusto, a esto... ¡Ves cómo consigo abrírtelo... tu culito de chica!... Es delicioso, eh, guapa.... Dime que te gusta... Dime que te gusta esta polla enorme...
Empezó a farfullar y gritar como cuando le lamía el coño o el culo.
Después se incorporó y noté que extraía la enorme picha que, me había clavado hasta la altura de los testículos.
—Ahora duerme un poco, amor mío. Descansa, ya que todavía no he terminado contigo. Tu precioso culo debe acostumbrarse a nuestro simpático amigo John-John. Y ahora que tu flor se ha abierto, no debemos permitir que vuelva a cerrarse.
Durante los dos días siguientes, pese a las lágrimas y las súplicas, me dio por el culo ocho veces, con el propósito de abrir y ensanchar como ella deseaba mi culo de jovencita.
Transcurridos diez días «aquello me gustaba», tal como mi tía había predicho. Cada vez que me perforaba con aquel incansable John-John, sentía placer, porque al mismo tiempo me masturbaba como solo ella sabe hacerlo.
Una mañana, mientras nos acariciábamos mutua y lánguidamente, tuvo la fantasía de hacerme empalar por Lisette con ella de espectadora.
La muy viciosa no se hizo rogar y en un instante, por la mediación mágica del negro John-John, se transformó en un arrogante adolescente dotado con una picha de caballo.
Lisette, arrodillada detrás de mí, me separó las nalgas y con mucha ternura me lamió el ano, que por aquel entonces estaba ya mucho más flexible y distendido.
Al ver mi precioso culo ofrecido en aquella posición indecente, la camarera perdió por completo la cabeza. Apoyándose en mis nalgas, me introdujo por completo a John-John y a continuación empezó a moverse cada vez con más nervio, haciéndome gemir y suspirar como una puta que se deja sodomizar por su amante.
Me había convertido en una jovencita viciosa y ya no ponía ningún reparo cuando tenía que ofrecer el culo a los ataques del querido John-John.
Mi carácter pasivo y dulce sugirió nuevos caprichos a aquella que me había reformado, y transcurrido algún tiempo, quiso entregarme a las acometidas de un verdadero macho: un pervertido amigo suyo, dotado de un gran miembro, que tenía mucha inclinación por los culos adolescentes.
Con todo, estas nuevas aventuras, durante las cuales mi cuerpo de jovencita tuvo que soportar la implacable ley de los machos, las explicaré en un futuro libro que prometo haceros llegar muy pronto.



* * * * *
(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)

EL PLACER DE LA FEMINIZACIÓN

Lisette era una auténtica viciosa. Al obser­var que la miraba, se acercó y empujó el pubis hacia delante hasta que apareció el sexo.
¡Qué distinto era del de mi tía!
La vulva sobresalía sonrosada entre los pelos sedosos de brillante color panocha. Los labios de su coño de jovencita se unían a la perfección, re­duciendo la hendidura a una sim­ple raya que dibujaba la separación.
—¿Te das cuenta de lo hermoso que es? Posee un coño de cria­tura. Y el culo también. Venga, enséñanos la rosa sin espinas.
El ano de Lisette era suave y delicado, sin un pelo y de un color rosa pálido... un ano de virgen.
Dejó que admirase su anatomía secreta y después se arrojó sobre la cama riendo.
—Ahora te toca a ti, reina. Muéstrame la rosa —dijo mientras me empujaba con el fin de hacerme tender boca abajo.
Como me sentía algo avergonzado, intenté resistir­me, pero mi tía colaboró con la camarera y la ayudó a colocarme con el rostro en la sábana.
Para retenerme en aquella postu­ra, deslizó la mano y me agarró la polla enhiesta, mientras Lisette se apresuraba a alzarme el camisón y me dejaba el culo al aire.
Entonces noté que Lisette me separaba las nalgas hasta que consiguió que la ranura quedase abierta y el agujero se crispó al sentir el aire fresco.
—¡Qué hermoso es, tan sonrosado y estre­cho! —exclamó— ¡John-John tendrá mucho trabajo para apoderarse de esta flor. Espero que la señora me permitirá asistir a la fiesta. Será muy excitante.
Noté un contacto dulcísimo en el ani­llo de mi gruta, que se contrajo involuntariamente, pero en seguida se fue dila­tando debido a la dulzura de aquellos labios que se acoplaban al ojete.
La lengua, rezumando saliva, apuntó al cen­tro del anillo y se insinuó en el interior del ano con aterciopelada suavidad.
Las idas y venidas de la lengua en el ano me hacían rugir de placer como una auténtica puta.
El placer que me daba Lisette se veía incremen­tado por el que me proporcionaba mi tía, que me masturbaba.
Inclinada sobre mi culo, seguía con atención a la camarera, cuya lengua se hundía en mi ano.
Lisette me colmaba el recto de saliva que luego se derramaba por el culo y chorreaba hasta los cojones, provocándome mil sensacio­nes agradables.
Con los pulgares y los índices me ensanchó el ano, al tiempo que hundía la lengua tan adentro como podía.
Chillando de lujuria, sentí subir la descar­ga, cálida y espesa, que llenó las manos de mi tía.
Después de correrme, quedé medio incons­ciente.
Una azotaina, y luego otra, y otra que caían sobre mi culo me hicieron volver a la realidad.
Bajo la mirada excitada de Lisette, mi tía se divertía pegándome sin piedad, como a una co­legiala que se ha comportado mal.
Empecé a gemir y gritar.
Pasar del placer al dolor que me causaba aquella paliza me pareció de una crueldad incomparable y grita­ba como una niña que se sien­te desgraciada.
De pronto oí la voz de Lisette:
—¡Deténgase, señora! ¡Me toca a mí!
Ahora era la dulce Lisette quien me golpeaba a placer, arran­cándome auténticos chillidos, puesto que pega­ba fuerte y con malicia.
Como no dejaba de moverme, mi tía se acercó y sujetándome, me inmovilizó de manera que Lisette me tuvo a su completa disposición.
Ella aprovechó para redoblar los golpes y la crueldad, hasta tal punto que el dolor se hizo tan intenso que perdí el conocimiento.
Cuando recobré la consciencia Lisette me pasaba la mano por las nalgas, extendiendo una pomada que calma­ba el fuego que me devoraba el culo.
Tía Tina ordenó a Lisette que me lamiese el miembro. La muy viciosa no se lo hizo repetir. Engulló la verga y empezó a ma­mármela soltando gruñidos de placer.
Mi tía diri­gía la cabeza de la camarera y la obligaba a engullir la tranca has­ta los huevos y yo podía notar que mi glande tocaba la campanilla de Lisette. A pesar del agotamiento, el ir y venir de los húmedos labios de Lisette me provocó el orgasmo. Lisette se tragó, glo­tona, la cálida efusión de mi amor.
Esta primera revelación del placer fue seguida de otras muchas sesiones llenas de vicio y perversión.
Tuve que aprender a masturbar a la cama­rera y al ama, a lamerles el coño y el culo, lo que era muy apreciado por mi depravada tía.
Tal y como me había prometido el primer día, cada mañana o cada noche, recibía una azotaina de manos de una de las dos, aunque no hubiese ningún motivo para castigarme, solo por su propio placer y por el gusto que experimentaban calentándome el culo y ha­ciéndome gritar y llorar como una colegiala.
Cada día me parecía más a una verdadera jovencita. No solamente por los vestidos que debía usar, sino también por las obligaciones que me imponían. Así, por ejem­plo, tenía que bajarme las bragas y agacharme para hacer pipí, como una nena.
En la opinión de mi tía, cada día estaba más guapa.
Con aquel vestido y aquel peinado de jovencita, no era un muchacho el que tenía ante sí sino una encantadora joven, cuya cortísima falda mos­traba la blanca ropa interior de virgen.
—Ha llegado la hora de los azotes.
—¡Pero si no he hecho nada malo!
—Sabes que esto no tiene importancia. Tanto si te has portado bien como si no, debes recibir una bue­na tunda cada día para volverte dulce y tierna como a mí me gusta.
Tía Tina me ordenó que me quitase el vestido, las bragas y los zapatos.
Obedecí, y quedé con una camiseta que a duras penas me cubría el ombligo y con unas medias de hilo blanco, lo cual me daba un aspecto virginal pese a la desnudez del sexo y las nalgas.
Mi tía empezó a acariciarme las nalgas con lascivia y después me palpó los huevos y la polla. A los pocos minutos estaba empalmado. Mi tía ordenó a Lisette que me acari­ciase el trasero. Finalmente, empezó a masturbarme y consiguió ponérmela como la de un asno.
—¡Qué bestia! —exclamó riéndose pero sin dejar de masturbarme de una forma tan perver­sa que me volvía loco.
Mi tía la hizo apartarse y toman­do una vara de mimbre muy fina y flexible, alzó el brazo y me asestó un virulento fustazo en las nalgas.
El dolor me hizo soltar un chillido, pero sólo sirvió para excitar más a aquella viciosa mujer, ya que, sin ninguna piedad, con­tinuó flagelándome con mayor violencia, cu­briéndome las nalgas de líneas cárdenas que me producían un dolor inso­portable.
Me era imposible evitar aquel trato bárbaro. Lo único que podía hacer era ofrecer mi cuerpo de niña atemori­zada.
Mi tía apuntó a la raya del culo. La vara de mimbre golpeó el anillo de mi culo y me arrancó un grito agónico.
Aquello debió complacerla, por­que dirigió todos los azotes al indefenso agujero. Cada uno de los golpes me producía un dolor inaguantable, pero siguió azotándome porque disfrutaba con los chillidos que yo emitía tras cada flagelación.


(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)
–continúa–