LA FIESTA DE INAUGURACIÓN

Al poco tiempo de empezar a ocuparme de la limpieza semanal de la casa de Carmen y de su madre, dejé el piso de alquiler que compartía con un amigo y me trasladé a uno nuevo que me habían comprado mis padres. Cuando se lo comuniqué a Carmen, me dijo que, para celebrarlo, podíamos hacer una fiesta de inauguración en el piso.
Nos reunimos veinte personas un sábado a las 4 de la tarde, ocho hombres y 12 mujeres. A la una de la madrugada quedábamos cuatro: Carmen, Cristina y Rosa, una amiga de Carmen a quien yo nunca había visto y a la que nunca volvería a ver, pero que iba a resultar trascendental para nuestra relación.
Habíamos bebido bastante, así que a nadie le será difícil imaginar la actitud de tres mujeres de 20 años, desinhibidas por el alcohol, hacia un hombre tímido.
Con Carmen y Cristina ya he contado cuál había sido mi relación hasta el momento, una relación de sumisión total con algo de sexualidad indirecta, como cuando me frotaban la polla por encima del pantalón para que este se mojase al correrme y burlarse de mí o, en casa de Carmen, cuando su madre me hacía vestir su salto de cama y tenía que fregar el piso con la mitad del culo y de la picha al aire.
Aquella noche, debido al alcohol, Carmen y Cristina empezaron a contarle a Rosa su relación conmigo, sin omitir las visitas al pequeño cuarto, en el que me abofeteaban, y Rosa, que ya de por sí no se cortaba, se excitó con esto, además de por el alcohol. Se sentó en el sillón y me mandó arrodillarme delante de ella.
—¿Así que eres un perrito obediente? Vamos a comprobarlo—. Sin darme tiempo a contestar me levantó la cara por la barbilla y me dio una bofetada. —Esta no ha salido bien, vamos a mejorarla—dijo riendo, y me pegó otro par. La última restalló y eso pareció complacerla.
Entonces les propuso a las otras un juego que consistía en ver quién me daba la bofetada más sonora.
Se preparaban, echaban el brazo hacia atrás y me soltaban la bofetada. Si sonaba como un latigazo, decían un ¡toma! y se partían de risa.
Cuando el juego las aburrió me mandaron ponerme a cuatro patas y se montaron las tres sobre mi espalda.
—Adelante, burrito, adelante. —me decían, y me hicieron pasearlas por todo el piso hasta que los brazos me fallaron por el cansancio y me desplomé en el suelo.
Entonces me pusieron boca arriba y se sentaron las tres sobre mí. Carmen, que ya se iba calentando, fue la que se sentó encima de mi cara, poniendo así por primera vez, aunque separados por la tela de las bragas, su culo y su coño sobre mi boca.

LOS SUMISOS SOIS TAN DIVERTIDOS...

Los hombres me parecéis tan divertidos… Especialmente cuando os tengo a mis pies adorando el suelo que piso y locos por lamerme los zapatos o el culo. Una mujer que no haya tenido la lengua de un sumiso dentro del culo no sabe lo que es el placer.
Me gusta ligarme a un sumiso y verlo allí tan tierno, tan obediente, tan servil, tan entregado.
El otro día, por ejemplo, me traje a uno a casa y lo obligué a seguirme gateando hasta el baño. Allí lo contemple, en esa humillante posición, a cuatro patas, y le hice sacar la lengua como un perro.
Es tan gracioso veros así, tan rebajados, tan peleles, tan mierdas. Si encima, como en este caso, se trata de un hombre fuerte, corpulento, me excito más todavía. Me sorprendí de lo mojada que estaba.
Tenía ganas de mear y entonces se me ocurrió algo que me hizo sentirme muy traviesa y que mojó mi coño mucho más.
Le ordené que me bajase el tanga y me senté en el váter inclinada hacia atrás. Luego lo mandé que acercase la cabeza y colocase la barbilla sobre la tapa del váter, entre mis piernas. El pobre no podía apartar los ojos de mi coño, que tenía a escasos centímetros. No podía aguantarme la risa al pensar en la travesura que iba a hacer.
—Saca la lengua y lámeme, gilipollas.
De verdad que sois divertidos. Era como tener un perrito, allí, con la lengua fuera y lamiéndome el coño, de abajo arriba, hasta llegar al clítoris. Primero por el exterior, después también recorriendo mis labios interiores. Una sensación fantástica para correrse de gusto porque, cuando los hago comerme el chichi, siempre los obligo a ir muy despacio.
Desde que tuve el orgasmo, apreté más mi coño contra su boca y le ordené que la abriese bien. Entonces empecé a mear.
—Bébelo. Cada gota. Trágalo todo —le mandé.
Casi me corro otra vez de gusto al oír los ruidos de su garganta al intentar tragar, al beberse mi orina.
No tragaba lo suficientemente rápido y una parte de mi meada se fue al suelo.
No me importó. Lo tumbé en las baldosas y me sirvió de alfombra para que no se me mojasen los pies mientras me peinaba delante del lavabo.
En fin, ya digo, me encantáis los sumisos. Sois tan complacientes y tan divertidos.

MI UNIFORME DE FREGONA



El sábado, a la hora en punto, estaba, por primera vez, en casa de Carmen. Aún no sabía que, un par de años después, yo me trasladaría a vivir allí.
Ella compartía el piso con su madre, que era divorciada. Su única hermana se había casado un año antes y se había marchado para Andalucía.
Aquel primer sábado hice lo que Carmen me había anticipado: ayudarla a limpiar el piso.
Al terminar se despidió con un:
—El sábado que viene, vuelves.
Y el sábado volví, pero ya fue distinto. Al llegar Carmen me dijo que ella y su madre se iban a comprar y me dio una lista con las cosas que yo tenía que hacer en su ausencia: fregar el cuarto de baño, vaciar y fregar el frigorífico y todos los armarios de la cocina, barrer y fregar el suelo, limpiar los cristales, limpiar el polvo del comedor y las habitaciones y planchar dos pares de sábanas.
Regresaron sobre las doce y media. A mí aún me faltaba bastante para terminar, pero ellas, en vez de ayudarme, se pusieron a hablar en el comedor. Luego se fueron a hacer la comida y hacia la una y media, mientras yo planchaba en una habitación, empezaron a comer.
Cuando acabé, ellas iban por los postres.
Le pregunté a Carmen si me podía ir. Me dijo que no. Que esperase a que terminaran y que entonces recogiese la mesa, fregase los platos y limpiase la cocina.
Salí de su casa casi a las cuatro.
A partir de aquel momento quedó establecido que todos sábados por la mañana tendría que ir a limpiar el piso de Carmen y de su madre.
El tercer sábado también se fueron a comprar dejándome solo. Como a las dos había terminado, y ellas no habían vuelto, me marché.
El lunes por la mañana no pude hablar con Carmen porque estaba la jefa en nuestra sala. Por la tarde, en cuanto volví, Carmen me mandó pasar a la pequeña habitación y cerró la puerta. Yo sabía que me esperaba una lluvia de bofetadas, como siempre que me mandaba entrar en el pequeño cuarto, pero no sabía el por qué.
—¿Qué te pasó el sábado?
No entendí ni la pregunta ni su cabreo, pues había fregado y planchado todo lo que ella me había apuntado en la lista, y así se lo dije.
—¿Y quién te dio permiso para marcharte?
Ah, por eso estaba enfadada.
—Como no volvíais y había acabado, pensé que me podía ir —le expliqué.
Entonces adoptó la posición que en el futuro sería su favorita para abofetearme. Se sentó en una silla y me mandó arrodillarme entre sus piernas. Colocó la mano izquierda por debajo de mi barbilla, sujetándome ligeramente la cara, y con la derecha empezó a darme bofetones al tiempo que me iba diciendo:
—Si te mando ir a mi casa te quedas allí hasta que mi madre o yo te demos permiso para marcharte y si tienes que esperar una hora como si tienes que esperar diez. ¿Has entendido?
—Sí.
—Pídeme que te siga abofeteando hasta que te haya perdonado.
Se lo pedí
—Pídemelo por favor.
Se lo pedí por favor y siguió dándome bofetones hasta que se cansó.
Cuando salimos del cuarto me obligó a arrodillarme delante de Cristina y a pedirle que me castigase porque me había portado mal.
El castigo favorito de Cristina consistía en tirarme de los pelos de la patilla con una mano y con la otra retorcerme una oreja hasta que me saltaban las lágrimas. Ella se reía. A Cristina le hacía gracia castigarme, y hoy no me cabe duda de que se excitaba mucho sexualmente mientras me retorcía la oreja con todas sus fuerzas.
El sábado siguiente, al llegar a casa de Carmen, también tuve que pedirle perdón de rodillas a su madre. Y cuando se disponían a marcharse a comprar, y Carmen me recordó que no me podía ir hasta que volviesen, fue su madre quien le dijo:
—Que no se vaya es fácil. Dile que se desnude y escóndele la ropa.
Carmen soltó una carcajada.
—No lo vamos a dejar aquí en pelotas.
—No tiene por qué quedar en pelotas.
Su madre entró en el dormitorio y volvió con una especie de salto de cama suyo. Me mandó sacarme toda la ropa, lo que hice rojo de vergüenza (Carmen también estaba un poco cortada, aunque le brillaban los ojos) y me mandó ponerme el salto de cama.
Como ella estaba tirando a gorda y yo a delgado, pude vestirlo, aunque me quedaba muy estrecho y corto (la polla y medio culo me quedaban al aire). Según me anunció su madre: aquel sería en lo sucesivo mi uniforme de fregona.
Escondieron mi ropa en una habitación y se marcharon. Cuando estaba yo empezando a fregar el baño aún se oían sus risas mientras esperaban el ascensor.

UN AMA CABREADA

Otra página de sumisos. Pero ¿por qué os llamáis sumisos si sois una banda de farsantes? ¿Os habéis parado a pensar alguna vez, si la mierda de polla que tenéis os lo permite, por qué vais por ahí suplicando que un ama os someta y no encontráis a ninguna? Internet está lleno de anuncios de sumisos buscando ama. ¿Cómo puede ser que una mujer rechace tener a su servicio, para obedecerla en todo, a un pelele? ¿Te lo has preguntado? Pues porque todas las que han probado han visto que es mentira, ni sois sumisos ni valéis para nada. Decís que obedecéis, ah, sí, pero el señor obedece de 7 a 8 y sólo permite que le ordenes lo que quiere escuchar para tenerla dura. ¿Y tú eres un sumiso? Tú eres una mierda. Si te llevo a mi casa y te ordeno que me planches la ropa, no es para que pases dos veces la plancha por una camiseta y a continuación te pongas de rodillas diciendo «ama, qué mal lo hago, castígueme», y sólo quieras castigos y la ropa que la planche yo. Si te llevo a mi casa y te ordeno que me planches la ropa, no es para que gimotees a cuatro patas y me lamas los pies, es para que te tires tres horas de pie planchándome toda la ropa como lo que eres, un hijo de puta sin derecho a nada y orgulloso de planchar las faldas y pantalones que tu ama se pondrá.
No valéis para nada, vuestras pollas son diminutas y ridículas y por no tener ni siquiera tenéis dinero para regalarle a vuestra ama. ¿Qué ama va a querer sumisos como vosotros?
Yo sólo acepto sumisos que lo tengan claro y quieran perfeccionarse feminizándose poco a poco. Pero, ojo, feminizándose, no travistiéndose, como esos barbudos peludos con sus ridículos encajes. Mis dos sumisos han aceptado la depilación láser para llevar el cuerpo completamente depilado. El único pelo que les está permitido es el de la cabeza y el de las cejas, que por supuesto llevan finas y dibujadas, o sea femeninas. Sólo usan bragas y pantis, incluso cuando van a trabajar con sus ropas de hombre. En casa llevan las uñas pintadas y la cara maquillada, y, tanto conmigo como con mis amigos, hablan siempre en femenino. Usan el váter siempre sentadas, en casa y fuera, y visten de mujer, salvo en sus trabajos. Cuando salen a pasear conmigo o mis amigas, llevan ropa femenina. Los dos han aceptado hormonarse si así se lo exijo, y por supuesto más adelante se lo exigiré para que tengan sus pequeñas tetitas, y aparte del placer, hacen todas las labores de casa, desde fregar, a comprar y cocinar. Las dos son encantadoras.
Estos son los sumisos que me gustan, y no esos sumisos patéticos de «ama, castígame, qué malo soy». A esos nos los quiero ni en pintura. Sólo sirven para ahorrarte el papel higiénico haciendo que te limpien el culo con la lengua, pegarles unas hostias para relajarte y luego tenerlos colgados por los huevos.
SILVIA

LAS PRIMERAS BOFETADAS

Mi situación con Carmen cambió bruscamente la tarde en que la jefa del departamento, una mujer brusca, la llamó a su despacho para preguntarle cómo es que había varios expedientes rellenados con una máquina de escribir que no pertenecía a la empresa. Carmen, ágil de reflejos, se dio cuenta de que no podía decirle que se llevaba trabajo a casa, pues en ese caso la jefa le daría más cosas para hacer sin aumentarle el suelo, así que se inventó sobre la marcha la disculpa de que había tenido un pequeño golpe en una mano que la obligaba a trabajar más despacio, por lo que había estado unos días terminando una parte del trabajo en casa con el fin de que no se le atrasase, pero que la víspera ya le había dicho el médico que la mano estaba bien y todo volvía a la normalidad.
La jefa no desconfió de la explicación, pero a partir de entonces yo sólo podía hacer el trabajo de Carmen durante las dos horas de jornada laboral. Tampoco podía quedarme después de haberse ido ella, pues de entrar algún jefe vería que estaba haciendo un trabajo que no me correspondía y le pedirían explicaciones.
La intervención de la jefa cambió por completo mi relación con Carmen. Hasta entonces había sido el compañero tímido, cortado y sumiso al que una chica dominante utiliza para vivir mejor y humillarlo con algunas bromas. Pero aquel día, después de que la jefa truncara sus planes, Carmen, que ya se había acostumbrado a pasar las tardes sin hacer nada, tenía un cabreo fuera de serie, y coincidió que yo llegué unos veinte minutos después de lo habitual, sobre las seis menos diez.
—¿Qué horas son estas de venir?
Me quedé desconcertado por la pregunta y el gesto, y supongo que sonreí un poco estúpidamente, lo que acabó de cabrearla.
—Ah, ¿te hace gracias? Ven aquí.
Me mandó pasar a una pequeña habitación de apenas tres metros cuadrados, en la que se guardaban los formularios más recientes, y cerró la puerta.
—A ver, ¿de qué te ríes?
No supe qué responder y me soltó una bofetada. Le salió impremeditamente, porque se quedó un poco parada, pero al ver que yo me encogía y le pedía perdón tartamudeando se creció y me volvió a preguntar:
—¿De dónde vienes a estas horas?
Cometí la torpeza de decirle que me había entretenido hablando con un conocido. Entonces sí que se puso hecha una furia.
—¿Perdiendo el tiempo de charla? —y me soltó otra bofetada, esta ya consciente y con todas sus fuerzas—. ¿Qué pasa? ¿No sabes que tienes que volver pronto para hacer aquí tu trabajo?
Me dio dos nuevas bofetadas. Con «mi» trabajo quería decir «su» trabajo, pues hacer su trabajo ya había pasado a ser una de mis obligaciones, como pagarle todos los cafés y las bebidas.
Estuvo casi diez minutos abofeteándome. Para que no apartase la cara me sujetaba unas veces por el pelo y otras por las orejas. Al tiempo que me abofeteaba me decía que a partir del día siguiente moviese el culo porque a las cinco en punto tenía que estar de vuelta.
Cuando salimos de la habitación yo tenía la cara roja, de los bofetones, y Cristina me miraba y se reía. Al día siguiente aún tenía marcados los cuatro dedos de Carmen en la mejilla izquierda.
Desde entonces corría por las tardes para entregar la documentación a los clientes y poder estar a las cinco de regreso. Si llegaba aunque solo fuese cinco minutos tarde, Carmen me abofeteaba en la pequeña habitación o directamente delante de Cristina. Y si le dolían las manos, me mandaba arrodillarme y me cogían cada una por el pelo o las orejas y me las retorcían durante cuatro o cinco minutos.
A las cinco ella dejaba de trabajar y pasaba todos sus expedientes a mi mesa. Mientras yo los rellenaba, ella leía libros o revistas o pasaba el rato al teléfono hasta las siete y media o las ocho, en que nos íbamos.
Desde entonces empezó también a encargarme recados, que le tenía que hacer por la mañana en tanto que recogía y distribuía documentaciones a clientes. Le compraba el pan y otras cosas, le llevaba zapatos a arreglar, le traía revistas. A veces me preguntaba cuánto me había costado y me daba el dinero, pero la mayoría de las veces tenía que pagarlo yo. En otras ocasiones me decía:
—¿Cuánto dinero llevas?
Yo lo sacaba y se lo enseñaba. Por lo común podría ser, al cambio de hoy, entre 30 y 50 euros según los días.
—Déjamelo que quiero comprarme unas botas y no llevo suficiente.
Me lo cogía todo de la mano, incluso las monedas, y se lo guardaba. Aquel dinero, por supuesto, nunca me lo devolvía.
El paso siguiente lo dio un viernes cuando a la hora de salir me entregó un papelito y me dijo:
—Esta es mi dirección. Estate allí mañana a las diez que me tienes que ayudar a limpiar la casa.

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OCULTAR EL RABO

Vanessa nos envía esta petición de ayuda:

Soy sumis@, tengo 20 años y me estoy iniciando en la feminización porque me encanta vestirme de mujer.
Me he comprado un vestido ajustado y tengo un problema, porque de perfil, si estoy en una posición normal, relajada, siempre se me marca un poco el bulto y es horroroso.
He probado a colocarme el rabo para atrás dentro de las braguitas, y funciona si mantengo la pelvis un poco echada hacia atrás pero no si me pongo normal. También he probado a sujetarlo con una cuerda que tire de él hacia atrás y lo mantenga así. Da resultado, pero al cabo de media hora me resulta doloroso.
Os agradecería que si algun@ sabe por propia experiencia cuál es la manera menos dolorosa o molesta de colocarlo y la más eficaz para que no se note nada cuando te pones un vestido ajustado, que me lo diga.

MASAJES DE POLLA

Desde aquel día tuve que soportar la estufa durante dos o tres horas apenas a medio metro de mí, pues Carmen me ordenó que acercara más la mesa.
Por entonces yo ya hacía el ochenta por ciento del trabajo de Carmen, dos horas durante la jornada laboral y otras tres o cuatro en mi casa. Gracias a eso, ella se pasaba las tardes leyendo revistas, hablando por teléfono y pintándose las uñas. De vez en cuando también venía a mi mesa y hablaba un rato conmigo. Sus labios me volvían loco. Sólo con verlos se me ponía tiesa. Ella lo sabía, porque me había preguntado en una ocasión qué es lo que más me gustaba de ella y le dije que todo, pero de una manera especial sus labios, así que de cuando en cuando, para provocarme, mientras hablaba conmigo los fruncía, poniendo un morrito encantador, y los acercaba como si fuera a besarme, pero en cuanto yo hacía un movimiento de aproximación ella se retiraba carcajeándose. Luego metía la mano bajo la mesa, me la ponía sobre la polla y me decía:
—A ver cómo está hoy el baboso.
En unas ocasiones, al notarla tiesa, me decía que me fuese cinco minutos al váter a cascármela, pero sólo cinco minutos, porque tenía que hacerle su trabajo, y yo me iba rápidamente. Otras, en cambio, llamaba a Cristina para que se acercase a mi mesa y le decía:
—Cris, pon una mano aquí verás qué revoltoso está el muñeco.
Las dos me ponían la mano en el pantalón, presionándome la polla, mientras Carmen le preguntaba a Cris en tono cachondo:
— ¿Crees que si se la frotamos un poquito, así, se le saldrá la leche?
Y luego, mientras me la presionaban con la mano, Carmen me susurraba al oído:
—Venga, dile al muñequito que suelte la
baba.
Con los susurros sensuales, el calor del aliento en la oreja y las manos sobándome los pantalones, me corría en unos segundos, por más que procuraba evitarlo. Ellas se partían de risa al notar los temblores de mi orgasmo, pero no dejaban de presionarme el pantalón hasta que la leche empapaba la tela.
Carmen, con un tono de falso reproche, me decía:
—¿No te da vergüenza mearte en público a tu edad, meona?
Desde entonces, cuando hablaban de mí o me llamaban, mi nombre pasó a ser la meona.

PAJAS EN EL VÁTER

El sonido de la meada de Carmen cayendo en el agua siguió sonando en mis oídos durante horas.
Desde entonces, cuando ella iba al váter, procuraba ir yo también, y si no había nadie, pegaba la oreja a la pared, ya que los servicios de hombres y mujeres quedaban tabique con tabique y se oía todo. Cuando tenía la suerte de llegar a tiempo, me corría oyendo el ruido de sus meadas e imaginando cómo el chorrito salía del coño, que yo imaginaba húmedo, fresco y muy rosado.
El segundo incidente con Carmen se produjo por culpa de una estufa.
En el despacho había dos estufas eléctricas. Una de ellas quedaba a un metro escaso de mi espalda, por lo que, cuando yo volvía a última hora de la tarde, la apagaba, ya que por su proximidad me resultaba muy molesta. Esto a Cristina, que era muy friolera, la disgustaba, y siempre se quejaba directa o indirectamente.

Un día le dijo a Carmen:
—Carmen, dile a ese —«ese» era la palabra que usaba habitualmente para referirse a mí— que vuelva a encender la estufa, que hace frío.
Carmen se giró y me dijo que encendiese otra vez la estufa y que fuese a buscarle un par de latas de cocacola a la máquina. Cuando se las traje me preguntó:
—¿Tienes calor?
Le expliqué que la cercanía de la estufa me agobiaba, porque además la tenían puesta a la máxima potencia.
—Eso lo vamos a solucionar.
Entonces me desabrochó el botón del pantalón, me bajo la cremallera y me metió una de las latas de cocacola dentro del calzoncillo, encima de la polla. Casi me da un pasmo de lo fría que estaba. Luego me llevó al rincón más apartado de la estufa y me mandó arrodillarme de cara a la pared. Cuando lo hice me separó el cuello de la camisa, por detrás, y me echó por la espalda todo el contenido de la segunda lata. El líquido estaba helado.
Me tuvo de rodillas hasta el momento de salir, casi dos horas, mientras ellas charlaban y se reían. Después, me entregó diez formularios y expedientes de los suyos para que se los hiciera aquella noche en casa. Cuando terminé pasaba de las tres de la madrugada. El pantalón estaba todo sucio de la cocacola, que me había bajado hasta las rodillas, pero me hice una paja sensacional pensando que aquel líquido era el chorrito de la meada de Carmen saliendo de su coño adorado, que aún tardaría unos meses en ver.

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LLUVIA DORADA SOBRE PORCELANA BLANCA

La puerta de los váteres de hombres y mujeres estaban casi juntas.
Un día que me encontraba yo a punto de salir del lavabo, oí que Carmen acababa de entrar en el de mujeres porque se puso a hablar unos momentos con una chica de otra sección que se encontraba allí. Sólo con oír su voz la polla se me puso dura.
Salió la otra chica y Carmen quedó sola dentro. Yo también salí e iba a volver a mi mesa de trabajo cuando sentí un fuerte deseo de entrar en el váter de las mujeres y espiar a Carmen. Venciendo el miedo, empujé la puerta muy despacio para que ella no me oyera.
El corazón me latía a mil por hora porque, además de la excitación que sentía, era consciente de que si entraba alguna chica y me sorprendía allí probablemente me despedirían. Aun así continué adelante.
Carmen acababa de meterse en el váter y estaba pasando el pestillo de la puerta.
Avancé los tres pasos que me separaban de ella y pegué el oído a la madera.
Oí cómo se bajaba la cremallera del pantalón y el ruido de este al deslizarse por las piernas. Luego el ruido de la braga al descender.
Hubo unos instantes de silencio y después oí el ruido de la meada. débil al principio, chocando en la porcelana del váter para seguidamente gotear sobre el agua con un largo y sonoro gorgoteo.
Me acaricié la polla por encima del pantalón y con solo imaginar el coño de Carmen meando, mientras oía el líquido caer, me corrí.
Cuando me di cuenta ella acababa de subirse la cremallera del pantalón e intentaba ya descorrer el pestillo.
Me precipité hacia la puerta y estaba aun saliendo en el momento en que Carmen abría la del váter, por lo que pudo verme.
Corrió ella también, muy sorprendida, y me llamó. Supongo que iba a preguntarme qué hacía allí o algo por el estilo, pero entonces reparó en el escandaloso bulto de la polla en mi pantalón y en la mancha de humedad que el esperma había hecho, porque con la excitación y las prisas no había tomado ninguna precaución ni me había limpiado.
Soltó una risa y me dio una bofetada cariñosa, la primera bofetada, al tiempo que me decía:
-Eso de espiar a las chicas en el váter está muy mal.
Y añadió todavía riéndose:
-Ahora, en castigo, te pones delante de Cristina y le preguntas si tiene algún trabajo para ti. Pero te pones defrente para que pueda verte bien el bulto del pantalón y esa mancha de humedad que tienes ahí.
Rojo de vergüenza me paré delante de Cristina e hice lo que Carmen me había mandado. Cristina iba a contestarme, porque se la veía cortada ante la imprevista situación, pero observé que miraba a mis espaldas, y supuse que Carmen le estaba diciendo por señas que no tuviese prisa, así que me dijo:
-Espera que voy a ver.
Y conteniendo la risa me tuvo varios minutos de pie, delante de ella, con el pantalón ya visiblemente mojado y el bulto de la polla, que se negaba a bajarse, sobresaliendo.
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CARMEN, LA MUJER QUE ME DOMINÓ

Conocí a Carmen hace dieciocho años cuando empecé a trabajar en una agencia de transportes. Yo tenía veinte años y ella dieciocho. Ella era extrovertida y yo muy tímido. Eso le hacía gracia y no desaprovechaba la ocasión de provocarme delante de Cristina (la otra chica que junto con Carmen y conmigo ocupaba el despacho) para reírse las dos.

El trabajo de ellas consistía en rellenar formularios de carga, etiquetas para las mercancías y facturas. El mío en llevarles y recoger documentación de los clientes. Aunque la hora de salida era a las 6, casi siempre tenían que quedarse al menos una hora más para acabar la faena. No era mi caso, pues solía regresar sobre las cinco y media y ya sólo debía ordenar algunos papeles para el día siguiente.
En ese rato que estaba yo sin nada que hacer, Carmen me pidió una tarde que le rellenase un par de formularios y sus etiquetas de carga. Lo hice. Desde aquel día, en cuanto yo regresaba por la tarde, ella venía a mi mesa y me entregaba cuatro o cinco expedientes para que rellenase los formularios y etiquetas e hiciese las facturas, por lo que tuve que empezar a quedarme hasta las siete o las ocho haciendo su trabajo mientras ella hablaba por teléfono con alguna amiga o leía revistas.
Después, además del trabajo que le hacía en el despacho, empezó a darme formularios y facturas, tanto suyos como de Cristina, para que los cumplimentase en casa con mi máquina de escribir (a veces terminaba después de la una), y así ellas, al día siguiente, iban haciendo alguno, por si venía el jefe, pero la mayor parte del rato la pasaban charlando, hablando por teléfono, pintándose las uñas o leyendo.
También les tenía que pagar todas las bebidas (café o coca-cola) que sacaban de las máquinas, puesto que, según Carmen, como era el chico del despacho, debía invitarlas. Y las que sacaban en mi ausencia tenía que abonárselas al volver.
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HOY

Hoy, nueve de noviembre, y por mandato de la que sin ser mi ama en sentido estricto ejerce a veces como tal, empiezo a escribir este blog para contarte nuestra relación así como otras experiencias.
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