FELIZ NAVIDAD

Te ofrezco mi champán,
reserva especial,
para que puedas brindar en estas fiestas.
¿Te apetece un traguito?
Dómina Kara

FEMINIZADO Y SODOMIZADO: ¡POR FIN LA FELICIDAD!

Volví la cabeza y constaté que Lisette ya no se hallaba en el cuarto. Solo estaba mi tía, pero ahora iba completamente desnuda. Se sentó en el sofá, me lanzó una mirada maliciosa y dejó a un lado un objeto de color negro. Era la minuciosa reproducción de un pene en erección. Las venas gruesas que lo recorrían de arriba a abajo, el pliegue del prepucio, el glande amplio e hinchado como una especie de nudo inmenso y los cojones, grandes como huevos, que colgaban como los testículos de un caballo.
No podía apartar la mirada de aquel instrumento tan inquietante. Y lo que lo convertía en más inquietante era el material del que estaba hecho, goma oscura, lo que le confería el aspecto espantoso de un sexo de negro.
—Pero... ¿Esto qué es? —balbuceé temeroso.
—Es John-John, querida. ¿Verdad que tenías deseos de conocerlo? Pues ya estás satisfecha. —Sonrió viciosamente— ¿Sabes lo que pienso hacer con John-John?... ¿No lo adivinas?... ¡Te lo meteré por el culo, bonita!
Le lancé una mirada aterrorizada y se echó a reír.
—¡Claro que sí! Te daré por el culo, reina mía. Pienso meterte a John-John hasta el fondo del culito. ¡Qué te pensabas! ¿Que era suficiente con ponerte un vestido bonito, unas bragas, unos zapatos y dejarte crecer el pelo para ser una mujercita? Pues estabas muy equivocada, boba. Pero no te preocupes, pronto serás una chica de verdad. Ya lo verás. Cuando te haya desflorado el culo, te comportarás como una señorita.
Entonces, ante mi mirada despavorida, se ajustó el terrible objeto sobre el pubis, mediante unas cintas de nilón, transformándose en un joven bien parecido y dotado de una verga de gran calibre.
Tomó un tubo de vaselina y empezó a extenderla a lo largo de aquella polla negra y reluciente.
Me dirigió una sonrisa que dejaba entrever el grado de excitación en que se hallaba.
Aterrado por la idea de que pretendiese empalarme con aquella inmensa estaca me puse a lloriquear, pero lo único que conseguí fue que se echase a reír.
—Venga, venga. No temas. Todas las jovencitas guapas se dejan encular. Mejor que sea tu tía quien te lo haga la primera vez. Lo haré muy despacio.
Me untó el ano con vaselina y con gran suavidad me metió el dedo en el recto.
Al sentirme penetrado di un salto, pero lo cierto es que aquel dedo que iba y venía en mi interior no me producía ningún dolor.
Mientras suspiraba volví la cabeza y pude ver que mi tía se encontraba inclinada sobre mis nalgas, con un rictus obsceno en los labios.
Cuando pensó que ya estaba a punto, intentó separar al máximo los laterales del agujero del culo y noté el contacto de algo grueso y redondeado que chocaba contra el ano abierto.
Al principio la presión era suave, pero poco a poco se fue haciendo insistente y noté que el ano se abría para dejar paso al inmenso falo. Entonces empujó violentamente y aquella polla descomunal forzó el anillo muscular del culo y se asomó al interior del recto.
Gemí en un tono elevado. A medida que el glande impregnado de vaselina me entraba, el dolor se hacía más y más vivo. Involuntariamente apreté el culo para detener el avance. Ella, que tenía mucha práctica, aflojó la presión y estuvo unos segundos inmóvil, jadeando. En el momento en que observó que los músculos se habían relajado, hizo un movimiento desabrido y violento y me hundió de golpe el enorme falo en la estrecha vaina de mi indefenso culo.
El daño que me causaba el esfínter, me cortaba la respiración y me arrancaba lágrimas como puños, pero mi tía, fuera de sí por la lujuria, en modo alguno se dejaba enternecer, al contrario, aferrada a mis muslos, luchaba intentando introducirme por entero aquella enorme polla. Finalmente consiguió su propósito y pese a la estrechez, mi culo engulló la desproporcionada herramienta hasta la base, de forma que los pelos de mi tía rozaban mi culo abierto de par en par.
Mi tía resollaba como si le faltase el aire tras los esfuerzos que había tenido que hacer para conseguir empalarme. Al cabo de un rato, me agarró por las caderas y empezó a moverse rítmicamente hacia delante y hacia atrás.
Al principio me limaba despacio, como si tuviese dificultades para desplazar la gruesa estaca por el estrecho canal y yo me limitaba a quejarme sin hacer escándalo, pero las sacudidas se fueron haciendo más rápidas y violentas, hasta que, con la ayuda de la vaselina, consiguió baquetearme muy deprisa.
Cada vez que me hundía la picha en el ano, la dilatación y la fricción me provocaban una oleada de dolor que se irradiaba por todo el culo y me arrancaba gemidos y súplicas. Ella seguía sin aflojar el ritmo. Emitió una risa ronca y clavándome las uñas en las nalgas aceleró el ritmo.
El culo me quemaba y el dolor se hizo tan insoportable que babeaba como un niño pequeño. ¡John-John era demasiado grande para un culo como el mío!
El estado de postración en que me hallaba todavía la excitaba más y empezó a pronunciar palabras obscenas.
—¿Qué?... Ahora sí que te has convertido en una chica de verdad. ¿Te gusta tener a John-John dentro del culo?
Zarandeado por el vaivén de la polla inmensa, únicamente me quedaba el recurso de gimotear.
—Tía, me duele mucho. Te lo ruego, para ya... Es demasiado grande.
Por toda respuesta me hundió más profundamente el monstruo.
—¡Toma por el culo, amor mío... toma por el culo! Aún saborearás otras mayores... te lo prometo... Abre bien el culo... Toma por el culo... Te estoy desflorando el culo, nena... A que la sientes, ¡esta pollaza de negro!... Toma por el culo... Te enseñaré a tomarle gusto, a esto... ¡Ves cómo consigo abrírtelo... tu culito de chica!... Es delicioso, eh, guapa.... Dime que te gusta... Dime que te gusta esta polla enorme...
Empezó a farfullar y gritar como cuando le lamía el coño o el culo.
Después se incorporó y noté que extraía la enorme picha que, me había clavado hasta la altura de los testículos.
—Ahora duerme un poco, amor mío. Descansa, ya que todavía no he terminado contigo. Tu precioso culo debe acostumbrarse a nuestro simpático amigo John-John. Y ahora que tu flor se ha abierto, no debemos permitir que vuelva a cerrarse.
Durante los dos días siguientes, pese a las lágrimas y las súplicas, me dio por el culo ocho veces, con el propósito de abrir y ensanchar como ella deseaba mi culo de jovencita.
Transcurridos diez días «aquello me gustaba», tal como mi tía había predicho. Cada vez que me perforaba con aquel incansable John-John, sentía placer, porque al mismo tiempo me masturbaba como solo ella sabe hacerlo.
Una mañana, mientras nos acariciábamos mutua y lánguidamente, tuvo la fantasía de hacerme empalar por Lisette con ella de espectadora.
La muy viciosa no se hizo rogar y en un instante, por la mediación mágica del negro John-John, se transformó en un arrogante adolescente dotado con una picha de caballo.
Lisette, arrodillada detrás de mí, me separó las nalgas y con mucha ternura me lamió el ano, que por aquel entonces estaba ya mucho más flexible y distendido.
Al ver mi precioso culo ofrecido en aquella posición indecente, la camarera perdió por completo la cabeza. Apoyándose en mis nalgas, me introdujo por completo a John-John y a continuación empezó a moverse cada vez con más nervio, haciéndome gemir y suspirar como una puta que se deja sodomizar por su amante.
Me había convertido en una jovencita viciosa y ya no ponía ningún reparo cuando tenía que ofrecer el culo a los ataques del querido John-John.
Mi carácter pasivo y dulce sugirió nuevos caprichos a aquella que me había reformado, y transcurrido algún tiempo, quiso entregarme a las acometidas de un verdadero macho: un pervertido amigo suyo, dotado de un gran miembro, que tenía mucha inclinación por los culos adolescentes.
Con todo, estas nuevas aventuras, durante las cuales mi cuerpo de jovencita tuvo que soportar la implacable ley de los machos, las explicaré en un futuro libro que prometo haceros llegar muy pronto.



* * * * *
(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)

EL PLACER DE LA FEMINIZACIÓN

Lisette era una auténtica viciosa. Al obser­var que la miraba, se acercó y empujó el pubis hacia delante hasta que apareció el sexo.
¡Qué distinto era del de mi tía!
La vulva sobresalía sonrosada entre los pelos sedosos de brillante color panocha. Los labios de su coño de jovencita se unían a la perfección, re­duciendo la hendidura a una sim­ple raya que dibujaba la separación.
—¿Te das cuenta de lo hermoso que es? Posee un coño de cria­tura. Y el culo también. Venga, enséñanos la rosa sin espinas.
El ano de Lisette era suave y delicado, sin un pelo y de un color rosa pálido... un ano de virgen.
Dejó que admirase su anatomía secreta y después se arrojó sobre la cama riendo.
—Ahora te toca a ti, reina. Muéstrame la rosa —dijo mientras me empujaba con el fin de hacerme tender boca abajo.
Como me sentía algo avergonzado, intenté resistir­me, pero mi tía colaboró con la camarera y la ayudó a colocarme con el rostro en la sábana.
Para retenerme en aquella postu­ra, deslizó la mano y me agarró la polla enhiesta, mientras Lisette se apresuraba a alzarme el camisón y me dejaba el culo al aire.
Entonces noté que Lisette me separaba las nalgas hasta que consiguió que la ranura quedase abierta y el agujero se crispó al sentir el aire fresco.
—¡Qué hermoso es, tan sonrosado y estre­cho! —exclamó— ¡John-John tendrá mucho trabajo para apoderarse de esta flor. Espero que la señora me permitirá asistir a la fiesta. Será muy excitante.
Noté un contacto dulcísimo en el ani­llo de mi gruta, que se contrajo involuntariamente, pero en seguida se fue dila­tando debido a la dulzura de aquellos labios que se acoplaban al ojete.
La lengua, rezumando saliva, apuntó al cen­tro del anillo y se insinuó en el interior del ano con aterciopelada suavidad.
Las idas y venidas de la lengua en el ano me hacían rugir de placer como una auténtica puta.
El placer que me daba Lisette se veía incremen­tado por el que me proporcionaba mi tía, que me masturbaba.
Inclinada sobre mi culo, seguía con atención a la camarera, cuya lengua se hundía en mi ano.
Lisette me colmaba el recto de saliva que luego se derramaba por el culo y chorreaba hasta los cojones, provocándome mil sensacio­nes agradables.
Con los pulgares y los índices me ensanchó el ano, al tiempo que hundía la lengua tan adentro como podía.
Chillando de lujuria, sentí subir la descar­ga, cálida y espesa, que llenó las manos de mi tía.
Después de correrme, quedé medio incons­ciente.
Una azotaina, y luego otra, y otra que caían sobre mi culo me hicieron volver a la realidad.
Bajo la mirada excitada de Lisette, mi tía se divertía pegándome sin piedad, como a una co­legiala que se ha comportado mal.
Empecé a gemir y gritar.
Pasar del placer al dolor que me causaba aquella paliza me pareció de una crueldad incomparable y grita­ba como una niña que se sien­te desgraciada.
De pronto oí la voz de Lisette:
—¡Deténgase, señora! ¡Me toca a mí!
Ahora era la dulce Lisette quien me golpeaba a placer, arran­cándome auténticos chillidos, puesto que pega­ba fuerte y con malicia.
Como no dejaba de moverme, mi tía se acercó y sujetándome, me inmovilizó de manera que Lisette me tuvo a su completa disposición.
Ella aprovechó para redoblar los golpes y la crueldad, hasta tal punto que el dolor se hizo tan intenso que perdí el conocimiento.
Cuando recobré la consciencia Lisette me pasaba la mano por las nalgas, extendiendo una pomada que calma­ba el fuego que me devoraba el culo.
Tía Tina ordenó a Lisette que me lamiese el miembro. La muy viciosa no se lo hizo repetir. Engulló la verga y empezó a ma­mármela soltando gruñidos de placer.
Mi tía diri­gía la cabeza de la camarera y la obligaba a engullir la tranca has­ta los huevos y yo podía notar que mi glande tocaba la campanilla de Lisette. A pesar del agotamiento, el ir y venir de los húmedos labios de Lisette me provocó el orgasmo. Lisette se tragó, glo­tona, la cálida efusión de mi amor.
Esta primera revelación del placer fue seguida de otras muchas sesiones llenas de vicio y perversión.
Tuve que aprender a masturbar a la cama­rera y al ama, a lamerles el coño y el culo, lo que era muy apreciado por mi depravada tía.
Tal y como me había prometido el primer día, cada mañana o cada noche, recibía una azotaina de manos de una de las dos, aunque no hubiese ningún motivo para castigarme, solo por su propio placer y por el gusto que experimentaban calentándome el culo y ha­ciéndome gritar y llorar como una colegiala.
Cada día me parecía más a una verdadera jovencita. No solamente por los vestidos que debía usar, sino también por las obligaciones que me imponían. Así, por ejem­plo, tenía que bajarme las bragas y agacharme para hacer pipí, como una nena.
En la opinión de mi tía, cada día estaba más guapa.
Con aquel vestido y aquel peinado de jovencita, no era un muchacho el que tenía ante sí sino una encantadora joven, cuya cortísima falda mos­traba la blanca ropa interior de virgen.
—Ha llegado la hora de los azotes.
—¡Pero si no he hecho nada malo!
—Sabes que esto no tiene importancia. Tanto si te has portado bien como si no, debes recibir una bue­na tunda cada día para volverte dulce y tierna como a mí me gusta.
Tía Tina me ordenó que me quitase el vestido, las bragas y los zapatos.
Obedecí, y quedé con una camiseta que a duras penas me cubría el ombligo y con unas medias de hilo blanco, lo cual me daba un aspecto virginal pese a la desnudez del sexo y las nalgas.
Mi tía empezó a acariciarme las nalgas con lascivia y después me palpó los huevos y la polla. A los pocos minutos estaba empalmado. Mi tía ordenó a Lisette que me acari­ciase el trasero. Finalmente, empezó a masturbarme y consiguió ponérmela como la de un asno.
—¡Qué bestia! —exclamó riéndose pero sin dejar de masturbarme de una forma tan perver­sa que me volvía loco.
Mi tía la hizo apartarse y toman­do una vara de mimbre muy fina y flexible, alzó el brazo y me asestó un virulento fustazo en las nalgas.
El dolor me hizo soltar un chillido, pero sólo sirvió para excitar más a aquella viciosa mujer, ya que, sin ninguna piedad, con­tinuó flagelándome con mayor violencia, cu­briéndome las nalgas de líneas cárdenas que me producían un dolor inso­portable.
Me era imposible evitar aquel trato bárbaro. Lo único que podía hacer era ofrecer mi cuerpo de niña atemori­zada.
Mi tía apuntó a la raya del culo. La vara de mimbre golpeó el anillo de mi culo y me arrancó un grito agónico.
Aquello debió complacerla, por­que dirigió todos los azotes al indefenso agujero. Cada uno de los golpes me producía un dolor inaguantable, pero siguió azotándome porque disfrutaba con los chillidos que yo emitía tras cada flagelación.


(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)
–continúa–

CÓMO SIGUIÓ MI FEMINIZACIÓN

Contemplé horrorizado a mi tía. ¿Cómo podía calificar de caricias los insoportables azotes a que me acababa de someter?
Me tumbó de nuevo sobre sus muslos, por lo que solté un chillido pensando que quería volverme a castigar.
—Veamos este culo —dijo mientras me acariciaba las nalgas.
Aquellas caricias, tras la tunda que me había propinado, me exci­taron y noté que mi sexo empezaba a empinarse.
Se rió y me separó las nalgas.
El ojete se con­trajo involuntariamente al notar el dedo de mi tía. Oí que se reía.
—¡Mira que eres estrecha! ¡Ten­dré que ocuparme de este agujero! Es demasia­do estrecho para lo que le reservo.
Volvió a reírse.
Lo que quedaba de día transcurrió sin incidentes, excepción hecha de que me había convertido, en pocas horas, en una muchacha.
Después de cenar, mi tía me condu­jo a su habitación.
—Las jovencitas no deben permanecer solas durante la noche. A partir de hoy, dormirás conmigo.
—¿Por qué no puedo dormir sola?
—Porque las chicas viciosas como tú apro­vechan para tocarse y masturbarse. Y tú no debes tocarte sin mi permiso. Si te descubro haciéndolo, tu culo pagará las consecuencias… Cuando desees tocarte deberás decírmelo y yo diré lo que debes hacer. Tener deseos es natural, pero quiero estar presente cuando lo hagas. Y ahora, empieza a desnudarte, reina.
—¿Pero... y mi pijama?
—Los pijamas son para los chicos, las jovencitas usan camisones. Este es el tuyo. Ya veras qué guapa estás vestida así.
Me acercó una camisa de dormir larga, como las que usan las colegialas internas.
Me ayudó a desnudarme y mi sexo no pudo evitar una erección. La situación la regocijó y comenzó a menearlo y sacudirlo. Poco después lo besó y se lo restregó por la cara de una manera deliciosa.
Proyecté el vientre hacia delante y ella se levantó acusándome de vi­ciosa.
Con el corazón desbocado vi como mi tía se iba despojando de las prendas hasta que se quedó con unas minúsculas braguitas que dejaban ver sus rizos castaños.
Cuando levantó la pierna para quitarse las bragas, la sangre me subió a las mejillas y pude obser­var la gran hendidura vellosa que se abría y dejaba entrever el interior, más sonrosado y brillante, como si estuviese húmedo.
Se agachó para reco­ger las bragas.
Ante mis ojos asombrados, la grupa, redon­deada y arqueada, de nalgas amplias y llenas, pareció proyectarse hacia mí. Después, ambas posaderas se abrieron hasta mostrar el profundo valle que las dividía, en el fondo del cual contemplé el ojete redondo y fruncido de mi tía.
Cuando estuvimos en la cama noté que su mano se introducía por debajo de mi cami­són, lo levantaba hasta dejarme desnuda la barriga y empezaba a acariciarme detenién­dose especialmente en la verga, rígida y encen­dida por el placer, y en los cojones, con los que mi tía jugueteaba apretán­dolos delicadamente con la palma húmeda.
Noté cómo me separaba los labios con la lengua hasta acariciarme el paladar e incluso la garganta. Este beso me produjo un cosquilleo casi insoportable, sobre todo porque entretanto seguía masturbándome.
Mi cuerpo, delgado y nervioso, quedó atra­pado contra la desnudez de mi tía, cuyo cortísimo camisón se había levantado has­ta los sobacos.
Mi verga de adolescente, se aplastaba contra su vientre y podía sentir contra mis muslos la masa sedosa de los pelos del sexo femenino.
—¿Es agradable ser una jovencita que se deja acariciar por su tía?
—¡Oh..., sí..., sí...! —balbuceé a media voz—. Sí que lo es.
—Pues ya verás que puede ser mejor. Te enseñaré cómo se divierten las chicas. Pienso dedicarme a tu educación lésbica, porque quiero que seas muy viciosa, querida. Para empezar quiero que me mires bien el coño.
Mientras decía estas palabras me había he­cho tumbar de espaldas con mi cuerpo virginal medio desnudo y la verga com­pletamente erecta, como un venablo de carne sonrosada.
Se me colocó encima y se encorvó poco a poco sobre mi cara, con la actitud de quien va a mear.
Se agachó más y colocó la vulva abierta sobre el rostro.
Por primera vez sentí el contacto de mi boca con el coño de una mujer y al tiempo que unía mis labios con los de su sexo las narices se me impregnaron de un olor parecido al de la caracola de mar que me penetró hasta el cerebro.
Mi lengua se hundió en la cálida fruta, de sabor ligeramente salado y viscosa como un molusco con regusto de algas.
Me puse a la­mer la húmeda hendidura.
Ante mi vista tenía el anillo mo­reno del culo, que parecía temblar como si estuviese a punto de abrirse.
Mi encantadora tía estaba empalmada como una verdadera lesbiana. Un clítoris semejante sólo había podido adquirir un tamaño tan ex­traordinario a base de largas sesiones de mama­das y masturbaciones.
Por instinto me puse a mamar aquel mara­villoso clítoris.
Con la respiración entrecortada y la cara impregnada de sudor, porque es­taba sentada sobre mí, continué chupando hasta que noté que la gran vulva que me aplastaba el rostro se ponía a temblar hasta el punto de dejarme las mejillas y el mentón completamente empapa­dos.
Mi tía me succionaba rítmicamente la polla con un placer tan intenso como el que yo mismo experimentaba.
Abrió desmesuradamente la boca y engulló totalmente la verga y los cojo­nes hasta que sus labios llegaron a tocarme el vientre.
Al darse cuenta de las vibraciones de mi inexperto sexo, aceleró la mamada.
Lancé un grito desesperado y solté el esperma caliente como un chorro de leche que le inundó la boca y le roció la lengua y el paladar.
—Lo ves, cochina —dijo—, lo bien que se lo pasan las chicas cuando juegan entre ellas. Pero no pienses que esto es todo. También se puede sen­tir un gran placer acariciando el agujero del culo.
—Pero... es un poco sucio —apun­té.
—¿Por qué tendría que ser más sucio que otra cosa? ¡Te aseguro, gatita mía, que los placeres posteriores son deliciosos! Antes, haremos venir a Lisette, esto le encanta.
Apretó el timbre; dos minutos más tarde entró la joven camarera.
Lisette traía puesto un pijama de chico y tenía el pelo muy corto. Las caderas estrechas le daban as­pecto de jovencito.
—Acércate, Lisette. Vas a ayudarme a edu­car a nuestra simpática Mina.
—¡Será un placer! —exclamó la camarera riendo con una mirada en la que brillaba el mismo fulgor que la de un gato que se dispone a co­merse un canario indefenso.
—¿Tal vez la Señora quiere que vaya a buscar a John-John, o es que esta cerdita todavía no ha sido estrenada? —preguntó en tono iró­nico.
—No, querida. Lo has adivinado. Por esta noche deberemos prescindir de John-John. Mina todavía está por estrenar y no debemos precipitar los acontecimientos —respondió mi tía mientras me arremangaba el camisón.
Lisette soltó un silbido admirativo.
—¡Para ser una chica posee un instrumento respetable! —exclamó.



(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)


-continúa-

EL JOVEN FEMINIZADO

Por orden de mi tía, de quien hablaré pronto con más detalle, me dispongo a escribir mi historia.
Un fatal accidente me dejó sin padres y quedé huérfano.
Después de la tragedia que acababa de cambiar mi vida, me trasladé a Londres a casa de la tía Tina, hermana de mi padre, que se había ofrecido a adoptarme.
Siempre me había demostrado la mayor ternura y simpatía. Por esta razón me alegré de ir a vivir en su compañía.
Recuerdo haber tenido siempre un carácter dulce y temeroso, por ello mi padre me dejó al cuidado de las mujeres de la casa.
A los trece años era delicado y frágil como una muchacha y poseía un carácter netamente afeminado. A veces, cuando mamá se iba de viaje, las criadas jugaban conmigo como si fuese una muñeca y me vestían con sus ropas femeninas, lo cual me divertía mucho.
Desde que llegué a casa de la tía, reencontré la dulzura con que siempre me había envuelto mamá; sin embargo alguna cosa la hacía completamente diferente.
Antes de mi llegada, había temido desagradar a la tía con mi comportamiento de picha-fría, pero en seguida me di cuenta de que por el contrario, aquello no sólo no la molestaba en absoluto sino que me prefería así.
Ella no tardó en darse cuenta de mis inclinaciones afeminadas y un día me mostró un paquete envuelto en papel de regalo.
—Tengo un obsequio para ti, amor mío. Es un regalo que te obligará a un compromiso solemne, querido Armin. ¿Estás preparado para hacer la promesa que espero de ti y actuar siguiendo mis deseos?
—Querida tía haré todo lo que desees. Sabes muy bien que sólo deseo complacerte.
—Me he dado cuenta de que te gusta ponerte vestidos femeninos como si fueses una jovencita. ¿No es cierto, corazón?
—Sí...
—Pues a partir de este momento te vestiré de mujer. Pretendo que todo el mundo piense que he adoptado una chica y no un chico. Para todos serás mi sobrina Mina. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bueno, pues, acércate, querida y te pondré los nuevos vestidos. De una caja sacó un vestido precioso, una pequeña camiseta, unas braguitas blancas y unos zapatos de charol negro.
—¿Te gusta tu primer vestido de chica? —me preguntó.
—Oh, sí...
—Pues quítate en seguida estas ropas tan feas de chico para que pueda vestirte como a ti te gusta.
Soltó una risita nerviosa y sus manos se posaron sobre mi tibio cuerpo desnudo.
—¡Qué piel tan suave tienes, reina! —dijo sonriendo—. ¡Y qué culo tan prominente y redondeado! ¡Un verdadero culo de virgen!
Sentí que me acariciaba las nalgas.
Aunque fuera fino y grácil como una jovencita, estaba perfectamente constituido desde el punto de vista sexual y tenía la entrepierna adornada con un precioso colgajo, que reposaba sobre dos cojones rosados de un respetable tamaño.
Tina no pudo reprimir una exclamación de sorpresa:
—¡Caramba, no está mal! Es un buen trasto.
Empezó a acariciarme de una forma desvergonzada, pero tan deliciosa que pronto noté que mi polla se endurecía.
Mi tía me tanteaba los cojones y excitaba mi erección jugando a destaparme el sonrosado prepucio.
De pronto, me rechazó, levantó la mano y me soltó un cachete.
—¡Esto, para que aprendas a comportarte con tan poco pudor, cerda! Y ahora, desnúdate para que pueda vestirte a tu gusto.
Me apresuré a obedecerla y pronto me hallé en pelota brava.
—Deberé disciplinarte, querida. ¿Sabes cómo se disciplina a las chicas que no se comportan bien? —me preguntó con aspecto burlón—. Con unos buenos azotes en el culo desnudo. Bueno, ponte las bragas. No, así no. Espera, te ayudaré... Es preciso que la colita quede así y después tiras enérgicamente hacia la cintura con el fin de que se ajusten bien en la grupa... Y ahora, ven hacia aquí —añadió acompañándome hasta el tocador.
Se sentó en un taburete y empezó a maquillarme.
Boquiabierto por la transformación contemplé en el espejo la imagen de una jovencita adorable, de largos y castaños cabellos que enmarcaban un rostro finísimo, iluminado por unos ojos pálidos, sombreados por unas pestañas muy largas y sedosas.
No podía creer lo que veían mis ojos, pero mi tía parecía encantada con el resultado.
De pronto, me atrajo hacia sí y posó su boca sobre la mía, en un beso que no tenía nada que ver con los que hasta entonces me había dado.
Sentí que sus labios calientes y perfumados se abrían y que su lengua acariciaba los míos al tiempo que se insinuaba en mi boca.
Luego echó la cabeza hacia atrás y me abofeteó las dos mejillas.
—Lo que acabas de recibir no es más que una caricia comparado con lo que te espera si no eres obediente.




(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)

-continúa-

CÓMO CONSEGUIR LA SUMISIÓN TOTAL

Para convertirte en dominadora, querida, sólo es necesario temperamento y un mínimo de capacidad psicológica para saber reconocer a los sumisos, a los pelanas, a los bragazas, a los calzonazos a quienes podrás dominar y chuparles la sangre y el alma, además de la pasta, claro, que para eso están los tíos, para servir, para lamer y para pagar.
No debes confundir la falsa sumisión del enamorado, que tolera tu comportamiento, con la sumisión verdadera del ser al que dominas con tu persona­lidad, con tu estilo, y con unas hostias bien dadas.
Si eliges un hombrecillo más débil –corporalmente– que tú, tendrás la ventaja de que podrás dominarlo físicamente. Esto acortará el tiempo de doma, o, digamos, de la primera doma, ya que la doma de estos payasitos no debe acabar hasta que no les quede una sombra de autoestima o de resistencia, hasta que su obediencia sea total y sin cortapisas, porque los castigos podrán ser más contundentes y temidos por él.
Si por el contrario, querida, escoges a alguien físicamente más fuerte que tú, el tiempo puede ser mayor pero te proporcionará la indescriptible satisfacción de dominar, doblegar y humillar a esa masa de músculo hasta que se arrastre como un gusano baboso.
Una vez que has elegido a tu sumiso, lo primero que debes descubrir es lo que le gusta y, sobre todo, lo que teme y lo que le desagrada.
No necesito explicarte, querida, que saber lo que le gusta te ayudará a complacerlo cuando decidas darle alguna satisfacción, lo cual conviene hacer de cuando en cuando para mantenerlo expectante.
Conocer lo que teme resulta fundamental para amenazarlo y para castigarlo.
Por último, conocer lo que le desagrada, lo que realmente le desagrada, es la parte que yo considero básica para la doma. Una vez que tu sumiso haga sin rechistar, cuando tú se lo ordenes, aquello que le desagrada, repito, lo que instintivamente le desagrada, podrás considerar que la doma es casi total porque, como sabes, querida, los sumisos tienden a hacer sólo aquello que les gusta.
Obviamente cada sumiso tiene su personalidad y por lo tanto no puedo decirte qué es lo que a cada uno le desagrada, pero, por propia experiencia, sí puedo anticiparte que a la mayoría de los sumisos lo que les resulta más insuperable es aquello que se relaciona con el estómago, o sea con comer o beber cosas que les repugnan.
En muchos casos esto es superior a ellos porque intervienen mecanismos instintivos ante los que la voluntad nada puede. Influyen actos reflejos, y sobre esos actos reflejos, querida, es sobre lo que tú debes trabajar para anularlos hasta que el sumiso sea un pelele en tus manos capaz de vencer incluso sus ascos por complacerte.
Comprobarás que con estas pruebas el sumiso sufre verdaderamente, pero que eso no te preocupe, al contrario, gózalo y que se joda. Sabe muy bien que toda mujer es superior a él y por ello, cuando se lo ordenes, debe ser consciente de que ha de rebajarse hasta la mayor iniquidad para complacerte.
El sumiso sabe también que para el ama él no es más que un perro, en realidad es menos que un perro, pues yo trato a cualquiera de mis perros mucho mejor que a mis sumisos, y de hecho ya he obligado a alguno de mis sumisos a chuparle la picha a mis perros. Así que, ya que es un perro, nada mejor para empezar que hacerle probar la comida específica para sus congéneres: los perros.
Exígele que coma algún tipo de pienso canino, evidentemente servido en un plato sobre el suelo para que lo coma a cuatro patas y sin tocar nada con las manos. Luego méate en otro plato, llano, por supuesto, y pónselo al lado para que beba valiéndose tan sólo de la lengua. Ah, querida, te recomiendo el pienso porque las latas de comida preparada para perros que anuncian en televisión contienen ingredientes que en ocasiones podrían resultar perjudiciales para la salud humana, por tanto, aunque la salud de tu sumiso te importe comino, sólo debes hacérselas comer en el caso de un castigo extremo.
Obviamente, querida, el esclavo sólo demostrará su total sumisión cuando te haya «comido» a ti.
No me refiero, como comprenderás, a que se trague tu saliva o a que reciba tu lluvia dorada en la boca. Eso es algo que hasta el sumiso más primerizo y torpe hace y con bastante placer en la mayoría de los casos. Me refiero, naturalmente, a que acostumbres al sumiso a recibir tu mierda en su boca. Al principio confórmate con eso, con que reciba la mierda en su boca de gilipollas, sin tragarla, para acostumbrarse a su sabor y olor. Ante el mínimo gesto de asco o desagrado no dudes en castigarlo rigurosamente. Si estás descalza, querida, te recomiendo que le pegues dos o tres patadas en los huevos, que es un castigo siempre eficaz.
Cuando te cagues en su boca, te sugiero que lo hagas delante de un espejo. De esa forma podrás disfrutar del doble placer de sentir cómo la mierda se desliza placenteramente por tu esfínter y de ver cómo tu esclavo abre su boca y la recibe.
Tras varias repeticiones, y cuando ya se haya habituado a hacerlo, debes obligarlo al menos una vez a comerse una pequeñísima parte –pequeñísima también por razones de higiene–. Si lo logras puedes estar segura de que tienes en tus manos un esclavo sin voluntad, entregado a ti y con el que podrás hacer lo que quieras sin encontrar resistencia. En resumen: el esclavo perfecto.
Espero que mis consejos te ayuden.
Un saludo, querida.

Mme. Brigitte

EN CASA DE CARMEN




Los sábados seguía yendo a casa de Carmen para fregar, pero también allí cambiaron las cosas después de la fiesta en mi piso. Tenía que llegar a las ocho de la mañana y entrar sin hacer ruido (me había dado una llave) porque tanto ella como su madre aún estaban en cama. Sobre la mesa tenía la lista de la compra y el carro. Cogía ambas cosas y me iba al mercado y al súper a comprar todo lo que estaba en la lista. Volvía sobre las nueve o las nueve y media, según la cola que tuviera que hacer en los puestos del mercado. Ellas solían estar entonces desayunando. El primer día, al volver, y después de sacar del carro lo que había comprado y de colocarlo en armarios y nevera, puse todos los tiques de compra sobre la mesa. La madre de Carmen cogió el monedero, pero Carmen le dijo: —¿Qué vas a hacer? Los gastos los paga el hombre de la casa, que para eso están los hombres. Su madre se rio y guardó la cartera. Desde aquel día les pagué yo todas las compras de comida y los productos de limpieza. Y aunque la lista cada sábado era más larga, seguí pagando sin atreverme a decir nada, y ello por dos motivos. Porque sabía que de hacerlo sólo serviría para ganarme unas bofetadas de Carmen y porque ella me parecía una mujer maravillosa y creía que era un privilegio que me permitiese pagarle la comida, limpiarle la casa (sobre todo su habitación) y planchar mucha de su ropa. Después de desayunar se marchaban para regresar sobre la una. A esa hora yo debía tenerles caliente la comida que habían dejado preparada y servírsela. Cuando acababan recogía la mesa y fregaba la cocina. Al terminar, si tenían ropa seca, debía planchar. Sobre las cinco, la madre de Carmen solía salir a casa de una hermana, que vivía unas calles más abajo. Ese era el mejor momento, cuando me quedaba solo con Carmen. Ella empezaba a repasar mi trabajo. Cada vez que encontraba polvo, algún rincón mal fregado o una gota de agua en los cristales se sentaba, me mandaba arrodillarme entre sus piernas y me daba media docena de bofetadas, cada día con mayor satisfacción. Otras veces me mandaba arrodillarme y me pegaba las bofetadas sin ninguna excusa, mientras se reía, y esto también era cada vez más frecuente (incluso lo hacía delante de su madre), porque decía que le gustaba ver la cara de gilipollas que ponía mientras me abofeteaba. A última hora, cuando estábamos solos y después de las últimas bofetadas, siempre me hacía comerle el coño, que lo tenía empapado porque aquella situación la disfrutaba y excitaba cada día más. Ese era mi gran momento, aunque a mí no me permitiese tocarme. Mis otros grandes momentos eran cada vez que ella iba al váter. Como la ventana de este daba al lavadero, yo me iba silenciosamente hasta allí para oír, igual que los primeros días, el chorro de su meada estrellándose contra el váter. Entonces tenía la fantasía de que ella estaba meando sobre mí o en mi boca, o en un vaso que luego me obligaba a beber, lo que yo hacía corriéndome de gusto.

SUMISO, CORNUDO Y LAMECULOS

Soy sumiso y estoy casado con mi ama, lo cual, como todos los sumisos que están en mis circunstancias saben, significa que además de sumiso soy cornudo, pero no me importa porque adoro a mi mujer y creo que ella tiene derecho a follar con quien quiera y a ponerme los cuernos cuantas veces le dé la gana, que son muchas porque es joven y caliente, así como creo que sus amigos y amigas tienen derecho a burlarse de mí y a llamarme cornudo sin disimular las risas. Yo me conformo con que mi mujer me permita de cuando en cuando lamerle el culo, que es mi mayor placer y también el suyo.

Algunas noches hace exhibiciones ante sus amigas, algunas de ellas lesbianorras-machorras de bastante mala hostia, para que vean lo bien que sé lamerle el culo. En esas ocasiones me desnuda totalmente en el salón delante de ellas, me pone a gatas en el suelo y me mete por el culo un consolador que termina en un pompón, por lo que, una vez dentro, parece que tengo un rabito natural de perro amariconado y así me muevo entre sus amigas.
Ella se pone de pie, vestida únicamente con un camisoncito transparente que apenas le cubre las nalgas y me señala su culo para indicarme lo que he de hacer.
Avanzo a cuatro patas como un perrito hasta llegar junto a ella, me quedo de rodillas por detrás y le levanto el camisón para dejar al descubierto sus bellos glúteos, llenos y redondos. A continuación, tembloroso y emocionado, aparto lentamente sus nalgas hasta que queda bien visible el agujerito, el anillo pardo de su culo que se entreabre un poco esperando la visita ardiente de mi lengua. Ella también está excitada porque puedo ver cómo los jugos íntimos le resbalan a lo largo de las piernas hasta los tobillos. Los olores de su trasero y de su chocho me invaden y eso me excita enorme y dolorosamente, porque mi ama, en estos casos, antes de empezar las exhibiciones ante sus amigas, me lía la polla flácida con precinto de embalar por lo que los conatos de erección son frustrantes y penosos.

Saco la lengua, la aproximo al valle carnoso y lamo ligeramente la rosa marrón, íntima y cerrada, el ano adorado que tiene una piel olorosa y suavísima. Siento en mis labios las pequeñas rugosidades y la carne de gallina que el intenso placer le pone a mi ama. Paso repetidamente la lengua desde el coño por todo el canal trasero y luego, abrazando sus muslos, mi lengua penetra dentro de su ojete chupando y lamiendo y llenándome la boca de un sabor exquisito que sólo los sumisos sibaritas sabemos apreciar. Un sabor y un olor que el sudor de mi ama potencia hasta hacernos enloquecer a los dos.
Me duelen las rodillas pero no puedo sacar la lengua de dentro del ano de mi ama, que presiona el culo hacia atrás para que mi lengua entre a tope, y balancea las caderas de placer. El sudor y los líquidos se acentúan y me emborrachan.
Sus movimientos de caderas aumentan y me separo un poco para contemplar la flor marrón, abierta, mojada y sudorosa, del culo de mi mujer.
—Méteme toda la lengua en el culo, cabrón. Métela entera —grita ella acercándose al orgasmo.

Tal como me ordena, mi lengua penetra de nuevo en el delicado estuche de piel que es el culo de mi ama, y el estuche se cierra en torno a ella. Noto de inmediato un fuerte sabor picante y algo amargo. Muy excitado aparto los glúteos cuanto me es posible para que mi lengua penetre muy adentro, al tiempo que mi mujer presiona fuerte el culo hacia atrás para que mi lengua se incruste en su interior.
—¿Notas mi mierda, cornudo? —me dice para diversión de las amigas que nos miran—. Venga, chúpala, saboréala.
Aprieta tanto su culo contra mi boca que casi me asfixia.
Cuando la oigo gemir profundamente empiezo a masajear su chocho para darle el placer completo que todo sumiso le debe a su divina ama a la vez que le meto la lengua hasta la raíz y así seguimos hasta que ella tiembla y se deja caer sobre mí en medio de un orgasmo escandaloso.
Sus amigas aplauden y ríen y me mandan que les muestre la lengua, que está marronácea después de haber rozado la mierda divina de mi mujer. Sin cortarse un pelo le piden permiso para que les haga una demostración práctica de mis habilidades linguales. Se ponen de espaldas delante de mí, se bajan el pantalón y las bragas y colocan sus culos adorables y blancos a la altura de mi boca para que mi lengua los perfore.
He llegado a lamer hasta seis culos diferentes en una misma velada y aunque las amigas feliciten a mi mujer por mi destreza, esta les dice:
—Sí, va aprendiendo, pero quiero que su lengua entre mucho más adentro de mi culo y para eso tendré que continuar estirándosela.
Como fin de fiesta, siempre que mi mujer tiene un nuevo amante al que yo aún no conozco, me presenta:
—Este es mi marido, ni esclavo, mi criado, y no sólo sabe chupar culos, también le gusta mamarse una buena polla.
Le baja la cremallera, le saca el rabo y me lo mete en la boca para que se lo ponga tieso. Luego las amigas se van y mi mujer y su amante entran en la habitación para follar.
No me importa que me ponga los cuernos tan descaradamente porque soy un cornudo consentido y adoro a mi mujer, a mi ama. Por eso, en vez de lamentarme por mi cornamenta, mientras ellos follan me sujeto la punta de la lengua con una pinza especial y tiro de ella durante un par de horas para alargármela, tal como mi mujer me ordenó. Así, la próxima vez, la podré meter aún más adentro de su culo para que se excite y corra a ponerme los cuernos con cualquiera.
J.V.

¡QUIERO UN AMA GORDA!

Acabo de leer el testimonio de las amas gordas y tengo que decir que me sumo a él.
Yo también soy de esos “raros” a los que les gustan las gordas.
Mi fantasía es que una gorda sublime, colosal, contundente, rotunda, inabarcable, me coja contra la pared, me abofetee, me hostie, me estruje, me presione, me asfixie entre sus tetazas enormes, entre su carne.
Quiero ser el sumiso, el pelele, el payaso, el mártir de una gorda que me patee los huevos.
Gorda mía, llámame, úsame, explótame. Soy tu esclavo.
¡Gordas al poder!

UN MIRÓN EN BRAGAS

—¿Puedo hablar un momento contigo?
Me dijo una vecina cuando me disponía a entrar en el portal de casa. Me sorprendió la pregunta porque aquella mujer vivía en el bloque que está frente al mío y nunca había hablado con ella, aunque «en la distancia» la conocía bien. Se levantaba a las ocho menos cuarto y durante media hora andaba desnuda por casa trajinando y desayunando con las cortinas descorridas. Desde que la descubrí, pues su piso quedaba justo delante del mío, me armé de prismáticos y cada mañana me hacía una manola espiando sus tetas firmes y voluminosas, su culito respingón y su pubis semiafeitado. Tendría unos treinta años y estaba bien tirando a muy bien. Aparte de este conocimiento «visual» jamás había tenido ninguna otra relación con ella.
Nos sentamos en el café del Gordo, al lado de mi portal, y me preguntó si sabía de qué quería hablarme. Le dije que no y era la verdad pues estaba desconcertado.
—¿Sabes quién soy?
—Una vecina, ¿no?
—¿De qué me conoces?
—Me suena de haberte visto por aquí.
—¿Te suena de haberme visto? Ya. Mira, quería enseñarte una grabación de vídeo.
Aquello me sorprendió más aún. ¿Una desconocida quería enseñarme una grabación de vídeo? No me estaría pasando como en esos relatos eróticos baratos que publican las revistas horteras en los que la vecina buenorra se presenta y te dice, hale, vente a mi casa a follar.
Acercó su silla, sacó el móvil del bolso, lo manipuló y puso la pantalla ante mis ojos.
Era el comedor de su casa, que yo conocía bien de verlo cada mañana. La cámara se desplazaba y aparecía ella desayunando desnuda en la mesa. Le miré un par de segundos de reojo y algo cortado por su desnudez. ¿Estaría realmente diciéndome vamos a follar? La cámara continuó girando a la izquierda y en la pantalla apareció el bloque donde yo vivo. Entonces el zum fue cerrándose lentamente hasta enfocar mi ventana. Y allí estaba yo con los prismáticos antes los ojos y aunque ladeado perfectamente reconocible.
Tragué saliva mientras me preguntaba dónde estaba situada la cámara para que yo no la viese. Enseguida me di cuenta de que yo me la pelaba mirándola a ella sin fijarme en los objetos del contorno y que por tanto podía haber ocho cámara sin que las detectase.
—Te voy a denunciar a la policía por intromisión en mi intimidad. A no ser que prefieras que lo arreglemos amistosamente.
Pensé que quien tenía las cortinas abiertas y se paseaba desnuda era ella, pero, si me denunciaba, aunque terminasen por darme la razón, lo pasaría mal durante semanas o quizá meses y podrían circular muchos rumores, por lo que la sensatez aconsejaba optar por el arreglo amistoso.
—Vale. Mañana te espero en mi casa a las cinco de la tarde. Ah, y me traes mil euros. Si a las cinco y media no has llegado o no traes el dinero iré a la comisaría a denunciarte.
Sospeché que los mil euros significaban que me iba a someter a un chantaje interminable, y de ser así prefería la denuncia, pero, para averiguarlo, debía ir a su casa.
En cuanto llegué me pidió los mil euros y me explicó que eran el precio de la entrada por el espectáculo de striptease que había venido disfrutando las últimas semanas y por lo que iba a disfrutar aquella tarde. Después de guardar mi dinero en su cartera me ordenó que me desnudara. Puso sobre la mesa cinco braguitas suyas y me pidió que eligiese la que más me gustase. Lo hice pensando que se la pondría para excitarme pero estaba equivocado; me ordenó que me la pusiera yo. Dudé porque nunca antes me había puesto unas bragas. Me amenazó con que si no la obedecía en eso y en cualquier otra cosa que me ordenase aquella tarde, iría a denunciarme. Me puse las bragas. Me mandó entonces sentarme en un sillón de ruedas, a cuyos reposabrazos me prendió las muñecas con un par de esposas. Con otras esposas engrilletó mis tobillos por detrás del eje del sillón y por último, con unos pantis, me amarró al respaldo para que no pudiera moverme. Sacó un tubo de crema y me maquilló. Ennegreció mis pestañas con rímel y me pintó los labios con una barra de un rojo fuerte, sangriento. Al acabar se sentó frente a mí y me frotó la polla con el pie hasta ponérmela tan dura que se salió por encima de las bragas. Creí que terminaría de masturbarme, pero se paró y me dijo:
—Tú no eres mi único mirón, ¿sabes? Y en consideración a los otros, que deben estar cansados de verme, hoy vamos a cambiar de estrella.
Empujó el sillón en el que me encontraba, me colocó delante de las puertas correderas que daban al balcón y abrió de par en par las cortinas exponiéndome en bragas y maquillado de nena a la vista de cualquiera de mis vecinos que pasasen ante las ventanas. Instintivamente incliné la cabeza cuanto pude para que no pudieran verme la cara y la polla se me encogió con el canguelo. Oí cómo se cerraba la cortina y casi al instante una mano me tiraba violentamente del pelo obligándome a echar la cabeza hacia atrás.
—¿Qué coño estás haciendo? —preguntó enfurecida, y me soltó una lluvia de bofetadas—. La cabeza la quiero alta y la polla dura.
Sentada otra vez frente a mí volvió a frotarme la picha con el pie. Cuando se me puso a tope me bajó un poquito las bragas y me ató un panty muy fuerte por detrás del escroto, según ella para evitar el reflujo de la sangre y mantener la erección. Me subió las bragas y abrió nuevamente las cortinas exponiéndome a la mirada de mis vecinos.
Ella se sentó frente a mí, en un lateral para no ser vista desde fuera, y mientras de tanto en tanto me frotaba la polla con el pie miraba por el lateral de la cortina los edificios de enfrente y me iba diciendo:
Fíjate en la ventana del sexto piso del bloque 36. Ya hay uno mirándote con los prismáticos… Mírale tú también a él y provócalo pasando la lengua por los labios. —Y luego—: Ahora se le ha sumado uno de tu bloque; el salido del séptimo. Dos espectadores ya se merecen un cambio de escena.
Cerró las cortinas, me desató y me ordenó ponerme a gatas de perfil para el balcón.
Se situó en el lugar que ocupaba antes, a mis espaldas, protegida del exterior y volvió a abrir las cortinas. Enseguida me anunció:
—Tus dos admiradores ya están atentos otra vez y creo que también te mira una mujer del quinto. Ahora vas a hacer el papel de putita exhibicionista para complacerlos.
Noté que me bajaba un poco las bragas por detrás y luego una presión y dolor en mi ano. Volví la cabeza hacia ella y vi que había colocado un grueso consolador en el extremo del palo de una fregona y me lo estaba metiendo por el culo.
—No te muevas, cabrón, y disfruta, que una estrella no puede decepcionar a su público.
Empezó a mover el palo hacia adelante y hacia atrás para follarme con el consolador.
Yo, de reojo, miraba a las ventanas de mis vecinos y notaba que seguían allí.
—Ahora están los dos meneándosela esperando poder estar un día aquí conmigo para que les reviente el culo como a ti.
Me tuvo así unos diez minutos. Después se fue durante un cuarto de hora a la ducha y me dejó con el consolador y el palo metidos por el culo delante del balcón.
Al volver cerró las cortinas, me sacó el consolador y me dijo que me había portado muy bien, por lo que, para compensarme, terminaríamos con una sorpresa. Me vendó los ojos con uno de los pantis negros con los que me había atado a la silla y, sobándome la polla de vez en cuando y haciéndome girar sobre mí mismo noventa o trescientos sesenta grados, me iba guiando y diciendo:
—Esta sorpresa te va a encantar. —Las caricias del pene hacían esperar algo prometedor.
De pronto me soltó la mano y sonó el golpe de una puerta al cerrarse. Después de esperar alrededor de un minuto sin oír ningún ruido, me quité la venda. Estaba en el rellano, descalzo, en bragas y maquillado como una nena. Llamé al timbre de su puerta y le supliqué sin levantar la voz, para no provocar la curiosidad de los vecinos, que me dejase entrar a recoger mi ropa. Eran las seis y pico de la tarde y no podía salir así a la calle. Desde el otro lado de la puerta me llegó su voz que con tono despectivo decía:
—Anda y piérdete, gilipollas —y sonaron sus pasos alejándose hacia el comedor.

FELIZ AÑO A LAS SUMISAS Y SUMISOS

Soy Jordi, un amo de Barcelona, y quiero desearos, con este bonito Crisma navideño, un buen año a todas las sumisas y sumisos que leéis esta página.