EL PLACER DE LA FEMINIZACIÓN

Lisette era una auténtica viciosa. Al obser­var que la miraba, se acercó y empujó el pubis hacia delante hasta que apareció el sexo.
¡Qué distinto era del de mi tía!
La vulva sobresalía sonrosada entre los pelos sedosos de brillante color panocha. Los labios de su coño de jovencita se unían a la perfección, re­duciendo la hendidura a una sim­ple raya que dibujaba la separación.
—¿Te das cuenta de lo hermoso que es? Posee un coño de cria­tura. Y el culo también. Venga, enséñanos la rosa sin espinas.
El ano de Lisette era suave y delicado, sin un pelo y de un color rosa pálido... un ano de virgen.
Dejó que admirase su anatomía secreta y después se arrojó sobre la cama riendo.
—Ahora te toca a ti, reina. Muéstrame la rosa —dijo mientras me empujaba con el fin de hacerme tender boca abajo.
Como me sentía algo avergonzado, intenté resistir­me, pero mi tía colaboró con la camarera y la ayudó a colocarme con el rostro en la sábana.
Para retenerme en aquella postu­ra, deslizó la mano y me agarró la polla enhiesta, mientras Lisette se apresuraba a alzarme el camisón y me dejaba el culo al aire.
Entonces noté que Lisette me separaba las nalgas hasta que consiguió que la ranura quedase abierta y el agujero se crispó al sentir el aire fresco.
—¡Qué hermoso es, tan sonrosado y estre­cho! —exclamó— ¡John-John tendrá mucho trabajo para apoderarse de esta flor. Espero que la señora me permitirá asistir a la fiesta. Será muy excitante.
Noté un contacto dulcísimo en el ani­llo de mi gruta, que se contrajo involuntariamente, pero en seguida se fue dila­tando debido a la dulzura de aquellos labios que se acoplaban al ojete.
La lengua, rezumando saliva, apuntó al cen­tro del anillo y se insinuó en el interior del ano con aterciopelada suavidad.
Las idas y venidas de la lengua en el ano me hacían rugir de placer como una auténtica puta.
El placer que me daba Lisette se veía incremen­tado por el que me proporcionaba mi tía, que me masturbaba.
Inclinada sobre mi culo, seguía con atención a la camarera, cuya lengua se hundía en mi ano.
Lisette me colmaba el recto de saliva que luego se derramaba por el culo y chorreaba hasta los cojones, provocándome mil sensacio­nes agradables.
Con los pulgares y los índices me ensanchó el ano, al tiempo que hundía la lengua tan adentro como podía.
Chillando de lujuria, sentí subir la descar­ga, cálida y espesa, que llenó las manos de mi tía.
Después de correrme, quedé medio incons­ciente.
Una azotaina, y luego otra, y otra que caían sobre mi culo me hicieron volver a la realidad.
Bajo la mirada excitada de Lisette, mi tía se divertía pegándome sin piedad, como a una co­legiala que se ha comportado mal.
Empecé a gemir y gritar.
Pasar del placer al dolor que me causaba aquella paliza me pareció de una crueldad incomparable y grita­ba como una niña que se sien­te desgraciada.
De pronto oí la voz de Lisette:
—¡Deténgase, señora! ¡Me toca a mí!
Ahora era la dulce Lisette quien me golpeaba a placer, arran­cándome auténticos chillidos, puesto que pega­ba fuerte y con malicia.
Como no dejaba de moverme, mi tía se acercó y sujetándome, me inmovilizó de manera que Lisette me tuvo a su completa disposición.
Ella aprovechó para redoblar los golpes y la crueldad, hasta tal punto que el dolor se hizo tan intenso que perdí el conocimiento.
Cuando recobré la consciencia Lisette me pasaba la mano por las nalgas, extendiendo una pomada que calma­ba el fuego que me devoraba el culo.
Tía Tina ordenó a Lisette que me lamiese el miembro. La muy viciosa no se lo hizo repetir. Engulló la verga y empezó a ma­mármela soltando gruñidos de placer.
Mi tía diri­gía la cabeza de la camarera y la obligaba a engullir la tranca has­ta los huevos y yo podía notar que mi glande tocaba la campanilla de Lisette. A pesar del agotamiento, el ir y venir de los húmedos labios de Lisette me provocó el orgasmo. Lisette se tragó, glo­tona, la cálida efusión de mi amor.
Esta primera revelación del placer fue seguida de otras muchas sesiones llenas de vicio y perversión.
Tuve que aprender a masturbar a la cama­rera y al ama, a lamerles el coño y el culo, lo que era muy apreciado por mi depravada tía.
Tal y como me había prometido el primer día, cada mañana o cada noche, recibía una azotaina de manos de una de las dos, aunque no hubiese ningún motivo para castigarme, solo por su propio placer y por el gusto que experimentaban calentándome el culo y ha­ciéndome gritar y llorar como una colegiala.
Cada día me parecía más a una verdadera jovencita. No solamente por los vestidos que debía usar, sino también por las obligaciones que me imponían. Así, por ejem­plo, tenía que bajarme las bragas y agacharme para hacer pipí, como una nena.
En la opinión de mi tía, cada día estaba más guapa.
Con aquel vestido y aquel peinado de jovencita, no era un muchacho el que tenía ante sí sino una encantadora joven, cuya cortísima falda mos­traba la blanca ropa interior de virgen.
—Ha llegado la hora de los azotes.
—¡Pero si no he hecho nada malo!
—Sabes que esto no tiene importancia. Tanto si te has portado bien como si no, debes recibir una bue­na tunda cada día para volverte dulce y tierna como a mí me gusta.
Tía Tina me ordenó que me quitase el vestido, las bragas y los zapatos.
Obedecí, y quedé con una camiseta que a duras penas me cubría el ombligo y con unas medias de hilo blanco, lo cual me daba un aspecto virginal pese a la desnudez del sexo y las nalgas.
Mi tía empezó a acariciarme las nalgas con lascivia y después me palpó los huevos y la polla. A los pocos minutos estaba empalmado. Mi tía ordenó a Lisette que me acari­ciase el trasero. Finalmente, empezó a masturbarme y consiguió ponérmela como la de un asno.
—¡Qué bestia! —exclamó riéndose pero sin dejar de masturbarme de una forma tan perver­sa que me volvía loco.
Mi tía la hizo apartarse y toman­do una vara de mimbre muy fina y flexible, alzó el brazo y me asestó un virulento fustazo en las nalgas.
El dolor me hizo soltar un chillido, pero sólo sirvió para excitar más a aquella viciosa mujer, ya que, sin ninguna piedad, con­tinuó flagelándome con mayor violencia, cu­briéndome las nalgas de líneas cárdenas que me producían un dolor inso­portable.
Me era imposible evitar aquel trato bárbaro. Lo único que podía hacer era ofrecer mi cuerpo de niña atemori­zada.
Mi tía apuntó a la raya del culo. La vara de mimbre golpeó el anillo de mi culo y me arrancó un grito agónico.
Aquello debió complacerla, por­que dirigió todos los azotes al indefenso agujero. Cada uno de los golpes me producía un dolor inaguantable, pero siguió azotándome porque disfrutaba con los chillidos que yo emitía tras cada flagelación.


(Texto compendiado del libro de Armin Howard John-John)
–continúa–

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