MI UNIFORME DE FREGONA



El sábado, a la hora en punto, estaba, por primera vez, en casa de Carmen. Aún no sabía que, un par de años después, yo me trasladaría a vivir allí.
Ella compartía el piso con su madre, que era divorciada. Su única hermana se había casado un año antes y se había marchado para Andalucía.
Aquel primer sábado hice lo que Carmen me había anticipado: ayudarla a limpiar el piso.
Al terminar se despidió con un:
—El sábado que viene, vuelves.
Y el sábado volví, pero ya fue distinto. Al llegar Carmen me dijo que ella y su madre se iban a comprar y me dio una lista con las cosas que yo tenía que hacer en su ausencia: fregar el cuarto de baño, vaciar y fregar el frigorífico y todos los armarios de la cocina, barrer y fregar el suelo, limpiar los cristales, limpiar el polvo del comedor y las habitaciones y planchar dos pares de sábanas.
Regresaron sobre las doce y media. A mí aún me faltaba bastante para terminar, pero ellas, en vez de ayudarme, se pusieron a hablar en el comedor. Luego se fueron a hacer la comida y hacia la una y media, mientras yo planchaba en una habitación, empezaron a comer.
Cuando acabé, ellas iban por los postres.
Le pregunté a Carmen si me podía ir. Me dijo que no. Que esperase a que terminaran y que entonces recogiese la mesa, fregase los platos y limpiase la cocina.
Salí de su casa casi a las cuatro.
A partir de aquel momento quedó establecido que todos sábados por la mañana tendría que ir a limpiar el piso de Carmen y de su madre.
El tercer sábado también se fueron a comprar dejándome solo. Como a las dos había terminado, y ellas no habían vuelto, me marché.
El lunes por la mañana no pude hablar con Carmen porque estaba la jefa en nuestra sala. Por la tarde, en cuanto volví, Carmen me mandó pasar a la pequeña habitación y cerró la puerta. Yo sabía que me esperaba una lluvia de bofetadas, como siempre que me mandaba entrar en el pequeño cuarto, pero no sabía el por qué.
—¿Qué te pasó el sábado?
No entendí ni la pregunta ni su cabreo, pues había fregado y planchado todo lo que ella me había apuntado en la lista, y así se lo dije.
—¿Y quién te dio permiso para marcharte?
Ah, por eso estaba enfadada.
—Como no volvíais y había acabado, pensé que me podía ir —le expliqué.
Entonces adoptó la posición que en el futuro sería su favorita para abofetearme. Se sentó en una silla y me mandó arrodillarme entre sus piernas. Colocó la mano izquierda por debajo de mi barbilla, sujetándome ligeramente la cara, y con la derecha empezó a darme bofetones al tiempo que me iba diciendo:
—Si te mando ir a mi casa te quedas allí hasta que mi madre o yo te demos permiso para marcharte y si tienes que esperar una hora como si tienes que esperar diez. ¿Has entendido?
—Sí.
—Pídeme que te siga abofeteando hasta que te haya perdonado.
Se lo pedí
—Pídemelo por favor.
Se lo pedí por favor y siguió dándome bofetones hasta que se cansó.
Cuando salimos del cuarto me obligó a arrodillarme delante de Cristina y a pedirle que me castigase porque me había portado mal.
El castigo favorito de Cristina consistía en tirarme de los pelos de la patilla con una mano y con la otra retorcerme una oreja hasta que me saltaban las lágrimas. Ella se reía. A Cristina le hacía gracia castigarme, y hoy no me cabe duda de que se excitaba mucho sexualmente mientras me retorcía la oreja con todas sus fuerzas.
El sábado siguiente, al llegar a casa de Carmen, también tuve que pedirle perdón de rodillas a su madre. Y cuando se disponían a marcharse a comprar, y Carmen me recordó que no me podía ir hasta que volviesen, fue su madre quien le dijo:
—Que no se vaya es fácil. Dile que se desnude y escóndele la ropa.
Carmen soltó una carcajada.
—No lo vamos a dejar aquí en pelotas.
—No tiene por qué quedar en pelotas.
Su madre entró en el dormitorio y volvió con una especie de salto de cama suyo. Me mandó sacarme toda la ropa, lo que hice rojo de vergüenza (Carmen también estaba un poco cortada, aunque le brillaban los ojos) y me mandó ponerme el salto de cama.
Como ella estaba tirando a gorda y yo a delgado, pude vestirlo, aunque me quedaba muy estrecho y corto (la polla y medio culo me quedaban al aire). Según me anunció su madre: aquel sería en lo sucesivo mi uniforme de fregona.
Escondieron mi ropa en una habitación y se marcharon. Cuando estaba yo empezando a fregar el baño aún se oían sus risas mientras esperaban el ascensor.

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