
Por entonces yo ya hacía el ochenta por ciento del trabajo de Carmen, dos horas durante la jornada laboral y otras tres o cuatro en mi casa. Gracias a eso, ella se pasaba las tardes leyendo revistas, hablando por teléfono y pintándose las uñas. De vez en cuando también venía a mi mesa y hablaba un rato conmigo. Sus labios me volvían loco. Sólo con verlos se me ponía tiesa. Ella lo sabía, porque me había preguntado en una ocasión qué es lo que más me gustaba de ella y le dije que todo, pero de una maner

—A ver cómo está hoy el baboso.
En unas ocasiones, al notarla tiesa, me decía que me fuese cinco minutos al váter a cascármela, pero sólo cinco minutos, porque tenía que hacerle su trabajo, y yo me iba rápidamente. Otras, en cambio, llamaba a Cristina para que se acercase a mi mesa y le decía:
—Cris, pon una mano aquí verás qué revoltoso está el muñeco.
Las dos me ponían la mano en el pantalón, presionándome la polla, mientras Carmen le preguntaba a Cris en tono cachondo:
— ¿Crees que si se la frotamos un poquito, así, se le saldrá la leche?
Y luego, mientras me la presionaban con la mano, Carmen me susurraba al oído:
—Venga, dile al muñequito que suelte la baba.
Con los susurros sensuales, el calor del aliento en la oreja y las manos
Carmen, con un tono de falso reproche, me decía:
—¿No te da vergüenza mearte en público a tu edad, meona?
Desde entonces, cuando hablaban de mí o me llamaban, mi nombre pasó a ser la meona.
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