PAJAS EN EL VÁTER

El sonido de la meada de Carmen cayendo en el agua siguió sonando en mis oídos durante horas.
Desde entonces, cuando ella iba al váter, procuraba ir yo también, y si no había nadie, pegaba la oreja a la pared, ya que los servicios de hombres y mujeres quedaban tabique con tabique y se oía todo. Cuando tenía la suerte de llegar a tiempo, me corría oyendo el ruido de sus meadas e imaginando cómo el chorrito salía del coño, que yo imaginaba húmedo, fresco y muy rosado.
El segundo incidente con Carmen se produjo por culpa de una estufa.
En el despacho había dos estufas eléctricas. Una de ellas quedaba a un metro escaso de mi espalda, por lo que, cuando yo volvía a última hora de la tarde, la apagaba, ya que por su proximidad me resultaba muy molesta. Esto a Cristina, que era muy friolera, la disgustaba, y siempre se quejaba directa o indirectamente.

Un día le dijo a Carmen:
—Carmen, dile a ese —«ese» era la palabra que usaba habitualmente para referirse a mí— que vuelva a encender la estufa, que hace frío.
Carmen se giró y me dijo que encendiese otra vez la estufa y que fuese a buscarle un par de latas de cocacola a la máquina. Cuando se las traje me preguntó:
—¿Tienes calor?
Le expliqué que la cercanía de la estufa me agobiaba, porque además la tenían puesta a la máxima potencia.
—Eso lo vamos a solucionar.
Entonces me desabrochó el botón del pantalón, me bajo la cremallera y me metió una de las latas de cocacola dentro del calzoncillo, encima de la polla. Casi me da un pasmo de lo fría que estaba. Luego me llevó al rincón más apartado de la estufa y me mandó arrodillarme de cara a la pared. Cuando lo hice me separó el cuello de la camisa, por detrás, y me echó por la espalda todo el contenido de la segunda lata. El líquido estaba helado.
Me tuvo de rodillas hasta el momento de salir, casi dos horas, mientras ellas charlaban y se reían. Después, me entregó diez formularios y expedientes de los suyos para que se los hiciera aquella noche en casa. Cuando terminé pasaba de las tres de la madrugada. El pantalón estaba todo sucio de la cocacola, que me había bajado hasta las rodillas, pero me hice una paja sensacional pensando que aquel líquido era el chorrito de la meada de Carmen saliendo de su coño adorado, que aún tardaría unos meses en ver.

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