LAS PRIMERAS BOFETADAS

Mi situación con Carmen cambió bruscamente la tarde en que la jefa del departamento, una mujer brusca, la llamó a su despacho para preguntarle cómo es que había varios expedientes rellenados con una máquina de escribir que no pertenecía a la empresa. Carmen, ágil de reflejos, se dio cuenta de que no podía decirle que se llevaba trabajo a casa, pues en ese caso la jefa le daría más cosas para hacer sin aumentarle el suelo, así que se inventó sobre la marcha la disculpa de que había tenido un pequeño golpe en una mano que la obligaba a trabajar más despacio, por lo que había estado unos días terminando una parte del trabajo en casa con el fin de que no se le atrasase, pero que la víspera ya le había dicho el médico que la mano estaba bien y todo volvía a la normalidad.
La jefa no desconfió de la explicación, pero a partir de entonces yo sólo podía hacer el trabajo de Carmen durante las dos horas de jornada laboral. Tampoco podía quedarme después de haberse ido ella, pues de entrar algún jefe vería que estaba haciendo un trabajo que no me correspondía y le pedirían explicaciones.
La intervención de la jefa cambió por completo mi relación con Carmen. Hasta entonces había sido el compañero tímido, cortado y sumiso al que una chica dominante utiliza para vivir mejor y humillarlo con algunas bromas. Pero aquel día, después de que la jefa truncara sus planes, Carmen, que ya se había acostumbrado a pasar las tardes sin hacer nada, tenía un cabreo fuera de serie, y coincidió que yo llegué unos veinte minutos después de lo habitual, sobre las seis menos diez.
—¿Qué horas son estas de venir?
Me quedé desconcertado por la pregunta y el gesto, y supongo que sonreí un poco estúpidamente, lo que acabó de cabrearla.
—Ah, ¿te hace gracias? Ven aquí.
Me mandó pasar a una pequeña habitación de apenas tres metros cuadrados, en la que se guardaban los formularios más recientes, y cerró la puerta.
—A ver, ¿de qué te ríes?
No supe qué responder y me soltó una bofetada. Le salió impremeditamente, porque se quedó un poco parada, pero al ver que yo me encogía y le pedía perdón tartamudeando se creció y me volvió a preguntar:
—¿De dónde vienes a estas horas?
Cometí la torpeza de decirle que me había entretenido hablando con un conocido. Entonces sí que se puso hecha una furia.
—¿Perdiendo el tiempo de charla? —y me soltó otra bofetada, esta ya consciente y con todas sus fuerzas—. ¿Qué pasa? ¿No sabes que tienes que volver pronto para hacer aquí tu trabajo?
Me dio dos nuevas bofetadas. Con «mi» trabajo quería decir «su» trabajo, pues hacer su trabajo ya había pasado a ser una de mis obligaciones, como pagarle todos los cafés y las bebidas.
Estuvo casi diez minutos abofeteándome. Para que no apartase la cara me sujetaba unas veces por el pelo y otras por las orejas. Al tiempo que me abofeteaba me decía que a partir del día siguiente moviese el culo porque a las cinco en punto tenía que estar de vuelta.
Cuando salimos de la habitación yo tenía la cara roja, de los bofetones, y Cristina me miraba y se reía. Al día siguiente aún tenía marcados los cuatro dedos de Carmen en la mejilla izquierda.
Desde entonces corría por las tardes para entregar la documentación a los clientes y poder estar a las cinco de regreso. Si llegaba aunque solo fuese cinco minutos tarde, Carmen me abofeteaba en la pequeña habitación o directamente delante de Cristina. Y si le dolían las manos, me mandaba arrodillarme y me cogían cada una por el pelo o las orejas y me las retorcían durante cuatro o cinco minutos.
A las cinco ella dejaba de trabajar y pasaba todos sus expedientes a mi mesa. Mientras yo los rellenaba, ella leía libros o revistas o pasaba el rato al teléfono hasta las siete y media o las ocho, en que nos íbamos.
Desde entonces empezó también a encargarme recados, que le tenía que hacer por la mañana en tanto que recogía y distribuía documentaciones a clientes. Le compraba el pan y otras cosas, le llevaba zapatos a arreglar, le traía revistas. A veces me preguntaba cuánto me había costado y me daba el dinero, pero la mayoría de las veces tenía que pagarlo yo. En otras ocasiones me decía:
—¿Cuánto dinero llevas?
Yo lo sacaba y se lo enseñaba. Por lo común podría ser, al cambio de hoy, entre 30 y 50 euros según los días.
—Déjamelo que quiero comprarme unas botas y no llevo suficiente.
Me lo cogía todo de la mano, incluso las monedas, y se lo guardaba. Aquel dinero, por supuesto, nunca me lo devolvía.
El paso siguiente lo dio un viernes cuando a la hora de salir me entregó un papelito y me dijo:
—Esta es mi dirección. Estate allí mañana a las diez que me tienes que ayudar a limpiar la casa.

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